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El pueblo, arquitecto de su historia

PorColumna de opinión

May 5, 2021

Roberto Amorebieta / @amorebieta7

El pueblo colombiano se manifiesta masivamente en calles y carreteras exigiendo un mejor vivir y la protección de sus derechos. La salida es un cambio en el modelo político y económico.

Tras varios días de masivas movilizaciones, el pueblo colombiano sigue en las calles. No bastó el anuncio del presidente Iván Duque del retiro del proyecto de reforma tributaria y la posterior renuncia del ministro de Hacienda y todo su equipo, para que las demandas ciudadanas se detuvieran.

La ciudadanía está harta. La motivan la rabia contenida por más de un año de restricciones y crisis económica, el desamparo de miles de familias que han caído en la pobreza, la lentísima respuesta del Gobierno a la pandemia y en particular la brutal violencia policial, dirigida no solo contra manifestantes sino contra cualquiera que pasase por ahí. Motivos para protestar, hay de sobra.

Por su parte, los medios de comunicación han expuesto la más grosera versión de sí mismos, tratando de tapar el sol con un dedo e intentando convencernos de que todo se reduce a unos cuantos desadaptados que con su violencia irracional y desmedida deslegitiman la protesta.

Con algunas excepciones, la mayoría de periodistas y de informativos se han centrado en las pocas personas que llevan a cabo acciones directas mientras ignoran de forma deliberada a las miles y miles que abarrotan las calles con sus cánticos, sus comparsas, sus performances y sus consignas. Nunca se habla de la creatividad de los manifestantes ni de las causas del paro, siempre se hace referencia a sus indeseables consecuencias.

Quiénes son

Pero más allá del comportamiento de algunos actores como el Gobierno, los manifestantes, la policía o los medios, es importante fijarse en las dinámicas de largo aliento que están emergiendo con este estallido ciudadano.

La primera pregunta que suscitan las movilizaciones es ¿quién se está movilizando? Lo que se ve masivamente en las calles de Colombia es la juventud. Son jóvenes que no pasan los 30 años y que encabezan con vigor las manifestaciones pacíficas, así como los enfrentamientos con la policía. Y en su mayoría son jóvenes pobres, jóvenes sin oportunidades y -lo que es peor- jóvenes sin perspectiva de futuro. Jóvenes que no temen salir a la calle en medio del peor pico de la pandemia porque están hartos de ser maltratados por la policía, burlados por el sistema de salud, ignorados por el sistema educativo y estigmatizados por los medios y la publicidad.

Es una generación que dejó de creer que el trabajo duro y honesto podía mejorar la calidad de vida. Se hartó de esperar una oportunidad para demostrar su valía mientras los hijos de papá eran presentados como símbolos de éxito. Se cansó de pedir que sus autoridades -las que cobran su sueldo de los impuestos que todos pagamos- la tratasen con respeto y le reconocieran sus derechos. Se dio cuenta de las mentiras que repiten los medios de comunicación y pudieron constatar a pie de calle -nunca mejor dicho- que el país de las maravillas que nos ofrecen todos los días solo está en su retorcido relato, no en la realidad.

Se cansaron de la resignación que caracterizó a sus padres y abuelos. Algunos de ellos habrán escuchado en su casa relatos sobre las luchas estudiantiles o campesinas que sus padres y madres libraron en épocas de juventud. Seguramente esa herencia de conciencia social y movilización anima hoy a muchos de quienes se encuentran en las calles y carreteras de Colombia. Pero no todos tienen ese legado que seguir.

Muchos y muchas provienen de familias que nunca han podido ver a uno de sus miembros en una universidad, seguramente nunca habrán visto un médico en persona o no tienen para pagar el bus de regreso a casa. Pero están ahí, demostrando que la rabia y la ira de esta generación puede más que el miedo a la pandemia y a la represión.

Élite desorientada

Nadie esperaba un paro tan masivo. Si bien era latente la insatisfacción general y en las redes sociales había mucho “ruido” invitando al paro, el miedo generalizado al contagio del coronavirus hacía prever que la convocatoria, si bien sería copiosa, no tendría el alcance de la jornada del 21 de noviembre de 2019.

A diferencia de lo previsto, las calles de las principales ciudades del país se llenaron de ríos de gente que expresaba pacíficamente su rechazo a la reforma tributaria y su descontento con el actual Gobierno. Los medios y los funcionarios de turno no atinaban a interpretar lo que estaba sucediendo. Días antes, Álvaro Uribe había protagonizado un ejemplo de malabarismo político al desmarcarse de la reforma tributaria y solicitar su retiro por “hacer daño al partido”, pero ya era tarde. La mecha estaba encendida y la avalancha ciudadana era imparable.

La clase dominante balbuceaba explicaciones. Los partidos políticos se alejaban del Gobierno poniendo así un alto precio a su apoyo legislativo, los medios trataban de asustar al público repitiendo una y otra vez las mismas imágenes del cajero automático en llamas o de los vidrios rotos y Uribe lanzaba trinos delirantes que aplaudían el uso de las armas contra los vándalos y llamaban a militarizar las ciudades.

Curiosamente -y sin pretender establecer una relación directa de causalidad- los trinos más incendiarios de Uribe antecedieron a hechos que luego sucedieron. Cuando Uribe pidió que la policía disparara contra los vándalos, se registró en todo el país el aumento de los ataques a bala contra los manifestantes. Cuando Uribe pidió la militarización de las ciudades, apareció Duque en televisión haciendo el anuncio. Qué curioso.

Puede decirse que el país no vive solo un momento de agitación social. Lo que está sucediendo es sin duda de mayor alcance. El orden actual, caracterizado por un remedo de democracia liberal, una economía rentística basada en el despojo y una sociedad desigual construida sobre la discriminación está haciendo agua por todas partes.

Algunos dirán que estamos ante una crisis de gobernabilidad, otros de legitimidad. Lo cierto es que estamos ante una crisis del modelo de dominación, por ello lo único que desactivará la protesta social es un cambio de modelo. No basta con que Carrasquilla o el propio Duque renuncien, porque serán remplazados por otros -u otras-. Se trata de cambiar las reglas del juego y llevar a cabo una profunda reforma estructural.

La lucha continúa

Si la hegemonía es algo que siempre está en disputa, este es un momento de una favorable correlación de fuerzas para los sectores populares y democráticos. El pueblo está en las calles y el Establecimiento está a la defensiva. La iniciativa es del pueblo. En momentos como este, la humanidad ha conquistado sus más importantes derechos. Porque, así como debe reconocerse que la lucha es larga y que los resultados casi siempre son parciales, hay ocasiones en que se presentan las condiciones para un salto cualitativo, un cambio histórico. Y este parece ser uno de esos momentos.

Por eso no hay que descuidarse. No se puede perder la conexión con la gente en las calles. Hay que promover y acompañar la organización ciudadana para que los logros puedan sostenerse en el tiempo. Vivimos un momento decisivo en la historia de Colombia.

El neoliberalismo parece emitir sus últimos estertores y el pueblo enfurecido reclama su derecho a un buen vivir. Hay que apelar al arte, a la creatividad, a la música, al amor y a la combatividad para derrotar este régimen corrupto y criminal que se tambalea.

Aprovechemos el momento, estamos haciendo historia.

Publicado en Seminario

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