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Mientras Duque y Uribe se burlan de los indígenas, Caicedo y Petro los respaldan

PorColumna de opinión

Oct 21, 2020

Viajar por tierra desde los territorios del Cauca a Bogotá conlleva al menos 27 horas.  Más de ocho mil hermanos indígenas, desafiando las condiciones climáticas, los prejuicios de algunos que se creen superiores por tener un color más pálido en su piel, y los altos riesgos por la calculada irresponsabilidad de un gobierno estigmatizador de la protesta social.  Pese a todo, la minga, que en lengua nativa significa “propósito común”, arribó a la capital hace dos días y buena parte de la ciudadanía bogotana se volcó a las calles a saludar su llegada.  Como se tenía previsto, el movimiento ancestral viene siendo asiduamente estigmatizado, y la prensa privada, que es el amplificador de voz de los hombres más adinerados del país, ha llevado la batuta en ese protervo fin. 

La propaganda negra se centra básicamente en dos líneas de estigmatización: la primera y más grave es que “la minga está infiltrada por la guerrilla”, e incluso en algunos casos se dijo que sectores de la minga hacen parte orgánica de esos cuerpos armados irregulares.  Así pues, se observa en este gobierno una intensificación de la campaña macartista que siempre ha distinguido al estilo de gobierno de Álvaro Uribe.  Todo lo que sea oposición o simple crítica es clasificado como un sector perteneciente a las guerrillas, y no solo con el indígena sino con el sector estudiantil, el docente, el sindical y hasta el intelectual.  Desde luego, un pueblo educado es un pueblo consciente, y la conciencia es una amenaza para las dictaduras.

Sin embargo, los señalamientos endebles pero malintencionados vertidos sobre los segmentos oprimidos de la sociedad, que valga decirlo son mayoría, van a contramano de las realidades tangibles. No tiene que pertencerse a la guerrilla para demandar el derecho de derechos que es la vida, pues desde la firma del acuerdo de paz van más de 270 líderes indígenas asesinados, 60 solo en lo corrido de 2020.  Y ni hablar de los líderes y lideresas sociales, sean o no, indígenas.  Las cifras hielan la sangre a cualquiera que les de una vista a vuelo de pájaro, y puede desesperarle si las examina a profundidad.  Ningún país en el mundo puede considerarse viable si día a día matan sus líderes. Pero “this is Colombia”, o Locombia, o Polombia, según Duque, el desconectado -dolosamente- de esa realidad. 

De igual forma, la problemática de los cultivos de uso ilícito sigue marcando una de las agendas prioritarias en las reivindicaciones de estas comunidades, ya que el punto cuarto del pacto de paz sobre erradicación, sustitución y programas agrarios efectivos, ha sido constantemente torpedeado, obedeciendo, entre otros intereses, a las imposiciones norteamericanas de la falsa lucha contra las drogas, que le sirve a ese país sirve de pretexto para asentarse en espacios geográficos que le son convenientes para su política imperial.  Dentro de ella, los contratos por la venta de glifosato y su consiguiente rociamiento sobre vastos espacios del territorios nacional, configuran un negocio suculento entre unos pocos burócratas criollos y los empresarios trasnacionales, pero un prejuicio en sumo lancinante para cientos de miles de habitantes, principalmente campesinos, indígenas y de las clases desposeídas. Esto apenas es un ejemplo, uno de tantos, de lo que hay detrás de esa anunciada política de “hacer trizas la paz”, so pretexto de evitar la historieta engañabobos del “castrochavismo” que falazmente le atribuyen a los sectores realmente alternativos como los representados por Gustavo Petro o Carlos Caicedo, uno desde el congreso y el otro, desde el Magdalena, uno de los departamentos con mayor densidad poblacional nativa de Colombia, y, desde luego, vapuleado por la violencia narco-paramilitar, especialmente en la zona de la sierra Nevada.

La prensa privada no escatima en improperios contra estos segmentos populares abandonados a la suerte de las balas de los violentos, a la tormenta tóxica del glifosato lanzada desde aeronaves estadounidenses, o a los golpes o proyectiles de la fuerza pública cuando de desalojarlos de sus tierras, muy propias de ellos, se trata. 

La prensa no es prensa, es relacionista pública y brazo mediático del capital. Es punta de lanza del statu quo y por eso sus líneas editoriales no podrán ser, bajo ningún punto, democráticas, pues no es esta precisamente una democracia, es una tiranía plutocrática, toda la administración de la cosa pública gira en torno al desonrojado favorecimiento de los negocios del capital privado, explotador y empobrecedor de masas.  Y es mediocre hasta en sus propias falacias, por ejemplo, cuando de registrar el asesianto sostenido de indígenas se trata, lanzan presurosos sus raquíticas hipótesis sobre la supuesta responsabilidad de la guerrilla en dichos crímenes.

Sin embargo, ahora aseguran que la minga está infiltrada por la guerrilla o que la minga es en sí la guerrilla. El afán de demonizar y estigmatizar las luchas de esa comunidades les hace ahogarse en el mar de sus propias contradicciones. ¿La guerrilla que es parte de la minga es la misma que asesina la minga?  De ese calibre intelectual son las aseveraciones del establecimiento contra la oposición.  Ayer la justicia condenó a RCN y a Vicky Dávila a pagar millonarias indemnizaciones a unas personas por calumnias. 

La semana pasada la corte le ordenó a esa misma periodista retirar de sus portales algunas de sus publicaciones que el alto tribunal consideró como daño al buen nombre de los familiares del testigo estrella contra Uribe. Esa es la prensa privada de Colombia. La misma que lanza ataques mediáticos contra todo aquel que represente un cambio real en la vida de millones de colombianos que han sido coaccionados a situarse en los gruesos cordones de miseria, empobrecidos por esos insaciables conglomerados económicos. 

En esta prensa no podría gestarse la esperanza de las mayorías, sería una ingenuidad mayúscula pensarlo, pues la esperanza radica en una nueva y sostenible visión de país, y sobre todo, en la evidencia empírica de su posibilidad, posibilidad ratificada en políticas de inclusión social y gubernamental como las llevadas a cabo por Petro o Caicedo. 

El apoyo de estos importantes líderes políticos a la minga indígena dan fe de que sus talantes no son simplemente la seductora retórica de campaña sino, y por encima de todo, la praxis en su ejercicio de gobierno, y eso sí que los diferencia de Duque, a quien en campaña se le veía vestido con atuendos indígenas, a él y a su jefe, diciendo que su gobierno sería el de la unión de Colombia y que “quería ser el presidente de las comunidades indígenas y trabajar con ellos, por ellos y para ellos”.  Su promesa era tan falsa como los abrazos que les brindaba a los indígenas en su campaña, pues no atendió a la minga indígena en Bogotá a pesar de los ruegos de ellos para dialogar con él, esquivó de todas formas su obligación constitucional de escuchar y dar soluciones a las demandas de todos los núcleos sociales, y qué núcleo más relevante que el de los ancestros, incluidos los de él mismo, teniendo en cuenta la exquisita mixtura racial de la que todos los pueblos de Latinoamérica provienen. Ahora dice que enviará uno de sus emisarios al Cauca.  Lo mismo de siempre para que nada mejore. Esa vieja táctica es bien conocida, menosprecia la inteligencia de esas comunidades, y como lo expresó Carlos Caicedo en uno  de sus trinos: “inaudita respuesta del Gobierno Nacional es enviar al Comisionado de Paz al Cauca. Un acto provocador e irrespetuoso”. 

Ahí queda retratado nítidamente lo que los indígenas le representan al gobierno Uribe-Duque.  No es una opinión, es una realidad: Duque y Uribe se burlan de los indígenas, Caicedo y Petro los respaldan.

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