El Nobel de la Paz otorgado a la irreductible opositora venezolana María Corina Machado relanza el debate sobre un premio cada vez más sincronizado con la agenda de guerra occidental, y se produce ad portas de una intervención militar directa de los Estados Unidos. Publicado en Diario Red el 11 de octubre de 2025.
Como el golpeteo de un triángulo de metal, el Nobel de la Paz parece dar la nota aguda y dulce que acompaña a los tambores de guerra que suenan, con cada vez más estruendo, en las huracanadas aguas del Mar Caribe. Pocas dudas caben de que María Corina Machado está llamada a desempeñar una función central en la búsqueda de un “cambio de régimen” que pueda derrocar al chavismo con el recurso a una intervención militar directa de los Estados Unidos. Pero antes de entender el significado y las implicancias que podría tener el galardón otorgado a la “dama de hierro” de los trópicos, es necesario –como siempre– hacer algo de historia.
Un desprestigio fundacional
Bien visto el asunto, tal vez no sea tan contradictorio que el Instituto Nobel, y su conocido premio homónimo, fundado con los recursos de quien fuera ni más ni menos que el inventor de la dinamita, tenga preferencias tan explosivas a la hora de elegir a sus laureados. Ya es un lugar común hablar del desprestigio del Nobel, en particular –pero no exclusivamente– en el campo de la paz, la política y las relaciones internacionales. Así, el galardón de literatura de 2018 fue pospuesto por un escándalo que involucró casos de abusos sexuales y hechos de corrupción, con una interrupción que no sucedía desde los tiempos de la segunda gran guerra europea. Pero la polémica, la doble moral y las prioridades coloniales del mundo occidental envolvieron todo lo concerniente a este premio desde sus mismas pilas bautismales a comienzos del siglo pasado. Al fin y al cabo, como se dice, “el prestigio es una mentira bien vestida”.
Un somero repaso a las 143 personas, instituciones y organismos laureados desde 1901 hasta la fecha nos permite extraer unas simples conclusiones. En primer lugar el carácter euro-centrado del premio, con la primacía abrumadora de laureados del mundo occidental (más de 100), oriundos sobre todo de países como Estados Unidos, Reino Unido y Suiza. En segundo lugar podemos percibir ciertos desplazamientos pendulares entre la exaltación de causas incontrovertibles (la asistencia médica de la Cruz Roja en la primera gran guerra europea, el rol de Desmond Tutu y Nelson Mandela en la lucha contra el Apartheid en Sudáfrica, la importancia de Martin Luther King Jr. en la lucha contra la segregación racial en Estados Unidos, o la defensa de los derechos humanos de Adolfo Pérez Esquivel en la última dictadura cívico-militar argentina) y la elección de causas ambiguas o la exaltación directa de figuras inmorales, guerreristas, racistas o coloniales. Pero este péndulo, cuya oscilación se ha roto, escora hoy cada vez más y más a la derecha.
En tercer lugar podremos notar que el desprestigio, como decíamos, es fundacional y constitutivo. No podemos olvidar que en las primeras décadas del siglo pasado fueron distinguidos con el Nobel de Paz dos de los presidentes más belicosos e intervencionistas de toda la historia colonial de los Estados Unidos: Theodore Roosevelt en 1906 y Woodrow Wilson en 1919. El primero creó la nada sutil política del big stick (“habla suave y lleva un gran garrote”, como gustaba decir el tío Teddy) y comandó la guerra colonial de 1898 –la “pequeña guerra espléndida” como le llamó con su habitual cinismo– por la que los Estados Unidos se apropiaron de Puerto Rico, Cuba, Filipinas y Guam. No contento con esto, Roosevelt incidió en la secesión de Panamá de la Gran Colombia para negociar la construcción del Canal con un Estado pequeño y débil, e invadió Cuba, Haití, República Dominicana y Nicaragua, valiéndose para ello de los generosos servicios del temible pirata William Walker, el filibustero que hizo más que ningún santo o mandatario por cumplir el tan mentado “destino manifiesto”.
¿Y qué decir del Nobel a Woodrow Wilson, un racista y supremacista confeso, defensor de preservar la “pureza racial” de los blancos norteamericanos, que instauró mecanismos de segregación racial en la administración pública y fue un conocido aliado y simpatizante del Ku Klux Klan? Y que, por añadidura, también comandó varias aventuras militares en la región, por ejemplo en México (desde la invasión a Veracruz hasta las operaciones punitivas contra Pancho Villa), pero también en las extensísimas ocupaciones sostenidas por los marines en Haití, República Dominicana y Nicaragua.
Otras polémicas entregas
Desde ya, ningún galardón de relevancia global podría dejar de tener un carácter polémico, sobre todo tratándose de uno que busca premiar cuestiones tan complejas y polisémicas como la promoción de la democracia, la resolución de conflictos o la construcción de la paz. El Nobel de la Paz ha sido y continuará siendo un premio esencialmente geopolítico, encargado de dar una pátina de legitimidad a las causas y figuras correctas (desde la mirada de las potencias occidentales) en los momentos más convenientes y oportunos. En el último medio siglo, en particular, ha demostrado poder nadar con admirable sincronía junto con las prioridades de las grandes potencias occidentales, lo que ha llevado a su comité de notables a ponderar mejor a los ajedrecistas de la guerra que a los constructores de paz (los peacemakers, en la jerga internacional).
Veamos tres galardones que han sido especialmente urticantes en lo que concierne al hemisferio occidental. En 1973 el recientemente fallecido Henry Kissinger fue distinguido por la negociación del alto al fuego de la guerra de Vietnam y por los ulteriores acuerdos de paz de París. Sin embargo, la guerra de liberación nacional se extendió sin solución de continuidad hasta la victoria del Viet Cong y la caída de Saigón en 1975. El otro galardonado en aquella ocasión fue el vietnamita Le Duc Tho, la única persona que rehusó aceptar el premio en toda la historia institucional del Nobel de la Paz. Entre otros hitos profesionales, Kissinger se desempeñó como asesor de seguridad nacional y luego Secretario de Estado del presidente Nixon, extendió la guerra de Vietnam a Laos y Camboya con bombardeos masivos que asesinaron a cientos de miles de personas, y fue uno de los cerebros detrás de las dictaduras del Plan Cóndor y del golpe de Estado a Salvador Allende en Chile. El escándalo de su premiación fue tan notorio que dos miembros del comité del Nobel decidieron renunciar.
Ya en este siglo Barack Obama recibió el premio en 2009 “por sus esfuerzos extraordinarios para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos”. Sin embargo, el ex presidente demócrata continuó las guerras de Afganistán e Irak iniciadas por su predecesor George W. Bush en 2001 y 2003, respectivamente. Y también amplió el catálogo de la intervención destruyendo la Libia de Gadafi (que supo ser el país más próspero y desarrollado de todo África), participando en la guerra civil en Siria contra el gobierno de Bashar al Ássad y apoyando a Arabia Saudita en su guerra contra los hutíes de Yemen, amén de otras intervenciones menores en Somalia, Mali y Pakistán.
En 2016 el presidente colombiano Juan Manuel Santos recibió el galardón por los acuerdos de paz firmados en La Habana entre el Estado y la insurgencia de las FARC-EP. Pero como Ministro de Defensa de Álvaro Uribe Santos fue co-responsable de los llamados “falsos positivos”, ejecuciones extrajudiciales de jóvenes, indígenas o campesinos que eran presentados como guerrilleros abatidos en combate.
Podríamos traer a colación muchos otros casos polémicos y políticamente orientados: el premio al opositor soviético Andrei Sakharov en 1975, al líder sindical anticomunista polaco Lech Walesa en 1983, al Dalai Lama en 1989, al ex primer ministro israelí Shimon Peres en 1994, al intelectual opositor chino Liu Xiaobo en 2010, o al activista bielorruso Ales Bialiatski en 2022. Podemos también, a través de los nombres premiados, dibujar una cartografía del conflicto e identificar a los adversarios del Occidente colectivo: la extinta Unión Soviética, la China gobernada por el Partido Comunista, el mundo árabe-musulman o la Rusia de Vladimir Putin, por mencionar algunos.
Machado y el timing de la intervención
Desde que María Corina Machado fue ungida por la oposición local y por sus terminales norteamericanas como la principal adversaria pública del gobierno de Nicolás Maduro, una serie de operaciones han buscado suavizar su figura e incluso de rodearla de un aura crística, para hacerla más digerible a la opinión pública internacional, más seductora para los eventualmente desencantados del histórico electorado chavista, y sobre menos reactiva para quienes no acompañaron ni acompañarían soluciones de fuerza como las ensayadas con las denominadas “guarimbas” (2014 y 2017), con intentos de intervención directa –pero enmascarada– como la “batalla de los puentes” en la frontera colombo-venezolana (2019) o con aventuras paramilitares como la Operación Gedeón (2020).
Vale recordar, como analizamos en un perfil del año pasado, que Machado tiene un largo historial convocando al golpismo y la intervención militar contra su propio país. Surgida del núcleo de “organizaciones gubernamentales no gubernamentales” de la NED y la USAID, la líder opositora supo asistir a la investidura del efímero presidente de facto Pedro Carmona tras el breve derrocamiento de Hugo Chávez en 2002, y estampó su propia firma en el decreto que declaraba disueltos todos los poderes de la República. Además fue una de las impulsoras de “La salida”, la estrategia insurreccional civil y paramilitar que intentó desalojar al chavismo por la fuerza en 2014, y que asesinó en el proceso a muchos militantes de base. En 2017 clamó por aplicar la “máxima presión” sobre el gobierno de Maduro, demandando la aplicación de más medidas coercitivas unilaterales contra la economía venezolana. En 2019 invocó la aplicación del TIAR, un antiguo pacto militar de los tiempos de la Guerra Fría en virtud del cual, aseguraba, Estados Unidos podía y debía intervenir militarmente en Venezuela. En ese contexto supo calificar al chavismo y al gobierno bolivariano como una “asociación criminal trasnacional”; ya vemos que el pergeñado Cartel de los Soles no es más que una actualización doctrinaria de viejas narrativas intervencionistas.
El Nobel, tan oportunamente entregado, aparece así como la pulpa y la cáscara que buscan recubrir ahora el duro corazón de metal de la “dama de hierro” del trópico. Su primera función es blindarla de un eventual encarcelamiento por parte del Estado. Recordemos que la lideresa de Vente Venezuela fue políticamente inhabilitada por participar en la trama de corrupción en torno al auto-proclamado “presidente encargado” de Venezuela, el ex diputado Juan Guaidó, así como –en un hecho inédito– por representar a otro país (Panamá) para hablar de la crisis venezolana en una cumbre de la OEA sucedida en 2014.
Pero atendiendo a la historia del Nobel que ya repasamos, lo que llama la atención en este caso no es tanto el quién, sino el cuándo. El timing es preciso, y no sólo busca blindar a Machado como lideresa opositora, sino empoderarla como la “sucesora natural” que, de perpetrarse un cambio de régimen con una intervención militar directa de los Estados Unidos (que según numerosos indicios podría producirse a la brevedad), habría de conducir una transición “pos-chavista”. No casualmente la política venezolana se apresuró a licuar las especulaciones y a limar las asperezas con el dolido Donald Trump (que reclamaba el premio para sí en virtud de las siete guerras que presume haber terminado), dedicándole el premio a la figura que ahora mismo tiene una entera flota de guerra desplegada ad portas de Venezuela.
En este caso, el Nobel no opera tan sólo como una forma de expiación de pecados coloniales pasados, sino que se articula en el complejo entramado de operaciones y narrativas que buscan recrear en América Latina y el Caribe los tiempos del gran garrote y la diplomacia de las cañoneras. De manera performática, el Premio es uno de los tantos actores extraterritoriales que parecen haber decidido, sin los venezolanos, quién debe gobernar Venezuela.