• octubre 12, 2024 8:06 pm

Metáforas de la nación: Indigenismo, mestizaje y telurismo en Ricardo Rojas

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PorRosalba Alarcón Peña

Ene 12, 2020


Por lautarorivara

El presente artículo parte de situar la obra de Ricardo Rojas en la historia y las diversas etapas del indigenismo argentino, desde el ciclo de las Revoluciones de independencia hasta el indigenismo radical de los años 60 y 70, pasando por la coyuntura del Centenario de la Argentina. En ese marco nos interrogamos sobre los alcances del indigenismo rojista en tanto proyecto de fundación nacional-estatal desde su ubicación en los pactos generales del régimen liberal-oligárquico, indagando para ello en su uso de las metáforas de la sangre y de la tierra. Por último, desde una valoración general y en diálogo con otros autores, repasamos su concepción sobre el mestizaje y su legado para los posteriores desarrollos del indigenismo nacional.

Si en otros países de América Latina la “voz de los indios vencidos” ha sido puesta en evidencia, ¿por qué no en la Argentina? ¿La Argentina no tiene nada que ver con los indios? ¿Y con las indias? ¿O nada que ver con América Latina? Y sigo preguntando: ¿No hubo vencidos? ¿No hubo violadas? (…) Pero, me animo a insistir: ¿por qué no se habla de los indios en la Argentina? ¿Y de su sexo? (…) O, quizá, los indios ¿fueron los desaparecidos de 1879?

David Viñas, Indios, ejército y frontera (1983)

Entre el indio real y el indio real, un desierto de abstracciones

Nuestra hipótesis de partida para este trabajo, general y orientadora, es que el indigenismo argentino es una gran curva, una hipérbola de siglo y medio según nuestro recorte, que parte del indio real y llega al indio real, con un gran “desierto” de abstracciones más o menos fundadas en el medio. Este punto de partida es el indigenismo práctico, empírico, del ciclo histórico de las guerras de independencia en las primeras décadas del siglo XIX, y el punto de llegada es un indigenismo político radical, articulado al ideario federal y al arsenal conceptual del marxismo en las décadas del sesenta y setenta del siglo XX. Este “indio real” es por supuesto un sujeto cuantitativa y cualitativamente diferente en las dos etapas señaladas: su densidad demográfica, sus procesos de mestización y autopercepción étnica, la disposición estatal o su negativa a la ciudadanización, el lugar asignado a sus territorios por la valorización del capital o su lugar de emplazamiento en los imaginarios nacionales, todo o casi todo, muda en este tránsito de siglo y medio. Es en ambos extremos del trayecto que el indigenismo y los propios sujetos indígenas estrechan sus vínculos.

Pero reseñemos, antes de continuar, algunas definiciones sucintas y generales sobre el indigenismo a secas, sin adentrarnos todavía en sus fases o tipologías. El indigenismo se caracteriza por ser “una interrogación de la indianidad por parte de los no indios en función de preocupaciones y finalidades propias de estos últimos” (Favre, 1976: 72). Entendido como corriente de pensamiento, como tópico o como problema, el indigenismo argentino se ha ligado, alternadamente, a diferentes matrices de pensamiento1: al positivismo racialista, al liberalismo ilustrado, al romanticismo nacionalista, al federalismo radical, al marxismo latinoamericano, al peronismo de izquierda, etc.

Aunque el indigenismo se erija como un discurso sobre los indios de parte de los no indios, no es una narrativa plenamente autónoma respecto de las propias poblaciones indígenas, ni partió nunca de una mera pasión académica. El indigenismo, aquí y en otras latitudes, fue siempre una praxis política, beligerante, interviniente y performativa; lo mismo vale para el indigenismo más radical como para aquel de tintes más reaccionarios. Dicho sencillamente: en Argentina hubo indigenistas porque hubo indios, y sus desarrollos, sus contradicciones, sus exabruptos y sus parquedades, sólo pueden entenderse en diálogo con la propia historia y la propia agencia de las poblaciones indígenas. Los primeros proto-indigenistas son incomprensibles sin la emergencia de la cuestión indígena, viva y acuciante, recortada tras el telón de las guerras de independencia, desde Manuel Belgrano y Juan José Castelli, hasta José de San Martín y José Artigas (Martínez Sarasola, 1993). Los indigenistas integracionistas tampoco pueden ser comprendidos si no es bajo el reflujo, bajo la derrota relativa y precaria, de los pueblos indígenas subsumidos coactivamente en las estructuras estatales tras las campañas militares al Chaco y a la Pampa-Patagonia. Y el indigenismo social, radical, de José Carlos Mariátegui (2005), es perfectamente incomprensible sin las recurrentes rebeliones indígenas en el Perú en las primeras décadas del siglo XX, y lo mismo podríamos decir de su par boliviano, Tristán Marof. Más allá de la oscilación de los indigenistas argentinos entre la cercanía empírica y la lejana abstracción respecto de las poblaciones indígenas, este despegue, este desacople, nunca ha sido total, ni podría serlo tampoco.

En las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX, encontramos un período signado por la consolidación estatal argentina conducida por una oligarquía cuyo modelo de inserción agroexportador y periférico al sistema mundial entró en crisis hacia los años treinta y cuarenta, y con él su modelo de gestión de la alteridad. Este modelo, basado en una concepción abstracta y mistificadora de la cuestión étnica, fue elaborado por indigenistas estatales, por letrados que se hallaban en pleno proceso de profesionalización intelectual, como lo atestigua la propia trayectoria de Ricardo Rojas. La noción central de esta operación, tal como es diseccionada por Adamovsky (2012: 30-34), es la idea del crisol, esa equívoca fragua en la que la mezcla de lo español peninsular, la migrancia europea de entresiglos, lo indio, lo gaucho y lo negro, arrojaría como resultado paradojal lo blanco criollo. Este período y estas nociones señalan el punto de mayor desacople entre los indigenistas y las poblaciones indígenas reales: éstas, víctimas de la política de genocidio, expropiación territorial, descomunalización y reclasificación social (Quijada, 2004: 425-450), aparecen como una referencia lejana, prescindible y apenas notoria del discurso indigenista. Este indigenismo, como detallaremos más adelante, se vincula a lo indígena no en su dimensión social, política, económica o militar, sino como un problema meramente historiográfico o estético, de fundación mítica de la nacionalidad y de legitimación retrospectiva de los hitos que jalonan la consolidación violenta del Estado argentino.

El indigenismo argentino, como sus equivalentes latinoamericanos, al menos desde el período de edificación de los pequeños Estados-nación desgajados de las antiguas estructuras virreinales y de las más amplias aspiraciones de integración continental autónoma, se tornó un discurso fundamentalmente nacional. Es decir, se volvió parte de una política “que realizan los estados americanos para atender y resolver los problemas que confrontan las poblaciones indígenas, con el objeto de integrarlas a la nacionalidad correspondiente” (Marroquín, 1972: 13). O, en palabras del Instituto Indigenista Americano, el indigenismo aparece entonces como “una formulación política y una corriente ideológica, fundamentales ambas para muchos países de América, en términos de su viabilidad como naciones modernas, de realización de su proyecto nacional y de definición de su identidad” (1991: 63). He aquí, entonces, la dimensión estatal de este indigenismo, que establece una relación conflictiva y performativa con la nación o las naciones posibles y deseables para dicho estado. Y aquí entran las diversas variantes de esta política, desde el genocidio, la invisibilización y la “migración de reemplazo” predominantes en Argentina, hasta la recuperación mítica y folklórica de un pasado pre-colombino glorioso por sobre el desprecio del indio real y presente, como promovieron las élites cuzqueñas a través del “incaísmo” de Ventura García Calderón o José de la Rivera-Agüero (Nicolás Alba, 2015: 103-104).

Definido sucintamente el indigenismo como campo problemático, conviene intentar asir, aunque sea precariamente, un concepto tan inestable como el de “indio”, “indígena”, “aborigen” u “originario”. Partimos del principio de que toda definición positiva, aseverativa, podrá ser fácilmente rebatida e impugnada, ya sea que hagamos hincapié en la lengua, la territorialidad, la racialidad, la campesinidad, o en otros determinantes geográficos, fenotípicos, económicos o culturales. O a lo sumo una tentativa de definición de esta índole nos dejará un concepto excesivamente laxo y elástico. Ésta es la definición mínima que propone por ejemplo el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro:

“Indio” es cualquier miembro de una comunidad indígena, reconocido por ella como tal. “Comunidad indígena” es toda comunidad fundada en las relaciones de parentesco o de vecindad entre sus miembros, que mantiene lazos histórico-culturales con las organizaciones sociales indígenas pre-colombinas (2014: 95).

La definición sólo podría ser relacional más si además de definir al “indio” intentamos encuadrar lo que en este apartado llamamos el “indio real”. Por eso nos decantamos más bien por una definición en cierto sentido “negativa”. Es la que sugiere Viveiros de Castro cuando afirma, provocativamente, que “En Brasil [o en Argentina, o en cualquier país neocolonial] todo el mundo es indio excepto quien no lo es” (2014: 95). Es decir que, parafraseando al también brasileño Roberto Shwarz, de lo que se trata es de definir a lo “indio” más por “sustracción” que por aseveración. Lo indio es, en suma, el nombre que recibe una alteridad subsumida dentro una estatalidad, y nos importa más en tanto forma y relación que en tanto contenido o enumeración de ciertas características determinadas. Y como Viveiros de Castro desarrollará a lo largo de diversos artículos, lo “indio” es también un concepto móvil inserto en correlaciones de fuerza, tal como queda evidenciado en los procesos de “re-emergencia étnica e indígena” ya sea en Brasil, en Bolivia o en Argentina. Más tarde comprenderemos mejor esto, al abordar formas concretas, como las de Ricardo Rojas, de conceptualizar y tramitar dicha alteridad indígena.

Discrepantes o marginales: trayectorias del campo indigenista

El indigenismo en Argentina, en tanto discurso teórico, es un campo débil y discontinuo, aunque reconoce tópicos comunes, interrogantes afines y vasos comunicantes. Distintos autores y autoras han desentrañado las causas evidentes y no tan evidentes de esta debilidad relativa, al menos si comparamos al indigenismo local con la robustez de sus parientes mexicanos o peruanos. En particular nos parece de interés el enfoque de Lojo (2004), quien presenta una breve genealogía de la corriente canónica anti-indigenista y de la emergencia de “la raíz aborigen como imaginario alternativo”.

tanto la literatura de ficción como el ensayo o la misma historiografía han sido tenazmente refractarios a incluir la raíz aborigen como elemento fundador de la nacionalidad, al lado del elemento hispánico y de la inmigración europea. Hubo algunos conatos efímeros de reconocimiento oficial en los albores de la independencia (…) Pero desde que la Argentina posterior a Caseros se lanzó, con altibajos y retrocesos, hacia la modernización orquestada dentro de un proyecto liberal-burgués, el destino de las comunidades aborígenes estuvo sellado. Serían borradas, no sólo físicamente, en tanto se opusiesen a los “beneficios” de una civilización que necesitaba sus tierras, sino también simbólicamente, en el imaginario colectivo, donde quedarían asociadas como fuerzas disolventes, demoníacas, inhumanas, destructivas, a las salvajes figuras de nuestros poemas inaugurales, desde La Cautiva a Martín Fierro (Lojo, 2004: 311).

Desde aquí Lojo va a reseñar algunas excepciones marginales a este universo excluyente, desde el campo parlamentario y el jurídico, desde la antropología y las ciencias naturales, desde el terreno militar y el eclesiástico y desde el periodismo, las letras y las humanidades. Allí abundaron las voces “no incorporadas a la gran corriente canónica, atentas a la fascinación del ‘otro’ y a las tensiones del mestizaje” (2004: 312). Los autores de nuestro interés hacen, por supuesto, parte de estas voces excepcionales.

En (Rivara, 2017) encontramos algunas hipótesis para explicar la marginalidad relativa del campo indigenista nacional, escapando de las mitologías del discurso estatal dominante. Éstas puntualizan en la figura del intelectual y militante santiagueño Francisco René Santucho, pero creemos que al menos dos de estas hipótesis son pertinentes para el análisis de Ricardo Rojas. La primera de ellas retoma lo que Silvia Hirsch y Gastón Gordillo (2010) caracterizan como la “presencia ausente” de lo indígena en la Argentina. Se trata de un:

Fenómeno consistente en la activa invisibilización de las poblaciones originarias tras el genocidio imperfecto perpetrado por las campañas militares comandadas por Julio Argentino Roca y Benjamín Victorica (…) Por nuestra parte, expandimos esta tesis para hablar de la “presencia ausente” de los indigenistas en la Argentina, confinados, por sus indagaciones intelectuales, a la marginación simbólica respecto de los campos culturales y políticos en nuestro país (…) El objeto invisible contagia e invisibiliza a su investigador. La vindicación deslegitima las propias competencias intelectuales de quien parece hablar en el vacío. Y es precisamente un vacío (…) lo que generan los circuitos intelectuales y políticos en torno a estos indigenistas que salpican con sus indagaciones discontinuas nuestra historia nacional (Rivara, 2017: 79).

Una segunda hipótesis refiere al centralismo persistente del campo intelectual- cultural:

Este rabioso anti-indigenismo de las élites y de los sectores medios argentinos aparece estrechamente asociado a una visión centralista del país, ya que solo desde el centro de las grandes ciudades capitales, y desde las presuntas “zonas de colonización perfecta”, es posible intuir un país exclusivamente blanco, europeo y de clase media. [Lo que deja a los indigenistas] por fuera de las redes de circulación, legitimación y consagración intelectual que tienen su nodo central, hasta el día de hoy, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y en sus instituciones culturales y académicas. (Rivara, 2017:81)

La trayectoria intelectual de Ricardo Rojas, desde una primera mirada, parecería contradecir frontalmente éstas hipótesis. Rojas, nacido en Tucumán y criado en el poblado de Antajé en Santiago del Estero, fue hijo de Absalón Rojas, un destacado prohombre de la oligarquía santiagueña. Su iniciación en el campo literario se dio a partir de un poemario y de un libro de misceláneas pleno de reivindicaciones y afectos regionalistas por su provincia, su paradójico “país de la selva”. Pero su consagración vendrá precisamente en Buenos Aires, desde donde logró capitalizar una suerte de mediación intelectual entre las todavía robustas oligarquías del interior, y el centro portuario y metropolitano2. Resulta de interés captar el significado, en dos etapas históricas diversas, de la vinculación de los intelectuales indigenistas con el interior argentino: la diferencia es que si Rojas discursea sobre Santiago del Estero y el noroeste argentino sobre las brasas todavía calientes de un federalismo que animó buena parte de las batallas del siglo y en donde aún sobrevuelan los fantasmas de Facundo y Sarmiento, Kusch, Santucho y otros indigenistas, lo hacen sobre la losa de un federalismo muerto en superficie. Es decir que la marginación económica, política y cultural del interior, siempre activamente inducida merced a los fenómenos de colonialismo interno3, se ha agravado entre fines del siglo XIX y mediados del XX. Entonces Rojas parte de la periferia y arriba a un centro consagratorio, desde donde parte nuevamente a la periferia tanto en su exilio fueguino como en los viajes imaginarios de su fundación histórico-mítica de la nacionalidad, cabalmente expresada en una obra como “Blasón de Plata” plenamente anclada sobre el eje noroeste del territorio. Kusch (2007), en cambio, parte del centro geográfico e intelectual del país y llega a una periferia ligada a su vez a otros centros continentales, y desde allí pesquisa incluso la presencia de lo periférico, lo indígena y lo provinciano en el mismísimo centro, como expresa a la perfección el libro titulado “Indios, porteños y dioses”. Ambos autores rompen la estática relación antagonista entre centros y periferias que son recíprocamente constituidos, reinstalando la dialéctica rota de nuestro colonialismo interno.

Rojas no fue un intelectual marginal, sino bien por el contrario. Creador de la primera historia sistemática de la literatura argentina, autor de algunas de las obras más influyentes del nacionalismo cultural de entresiglos, académico prestigioso y rector de la UBA, activo miembro de las élites dirigenciales, tanto desde su funcionariado en el orden conservador de comienzos de siglo, como en su adscripción tardía a la causa yrigoyenista. Sin embargo, la consagración intelectual de Rojas no implicó la consagración de su perspectiva indigenista ni la de sus positivas valoraciones sobre el mestizaje. Este indigenismo, con sus pormenores y sus matices, expresa una suerte de marginal ala radical, de una “izquierda permitida” de la intelectualidad orgánica del régimen liberal-oligárquico, dado que la política oficial fue, antes que la integración nacional, la desintegración militar, el desplazamiento a los confines territoriales y la invisibilización más rotunda. Según Devoto, Rojas y otros nacionalistas como Lugones y Gálvez

se pudieron beneficiar, para acceder a las labores periodísticas o a las ocupaciones educativas, de la cordial protección de los hombres del orden conservador, a los que no parecía preocuparles mucho la real o presunta reacción antipositivista o antiliberal de la nueva generación, ni tampoco sus nuevas estéticas literarias. En nuestro caso, fue Pellegrini quien apoyó el acceso de Rojas al periódico El País (…) Será luego Bartolomé Mitre (…) el que posibilitaría en 1904 su incorporación a La Nación (Devoto, 2002: 62)

Más contundente aún resulta David Viñas (1996: 23): “Todo está en paz; la rebelión de la mayoría de los escritores del 900 no ha sido más que eso: literatura”. Y lo mismo podría decirse de la gestualidad de Lucio V. Mancilla, José Hernández, Juana Gorriti o Carlos Guido y Spano. Sólo (buena) literatura. Y cuando ésta se vuelva algo más que literatura, se articule a una praxis política y mude en molesto yrigoyenismo, Rojas será castigado, debiendo optar entre el extranjero o el confinamiento en los territorios más australes de nuestro país. En ese marco, como un reencuadramiento eurocentrado, como un llamado al orden de alguien que siempre fue parte del orden, puede ser entendida la carta del positivista José Ingenieros, en la que fustiga, aunque protocolarmente, contra las derivas indianistas de Ricardo Rojas: “Paréceme que hay un equívoco en confundir el sentimiento de la Patria con el de la tradición hispano-indígena” (1993: 489). Ingenieros deja bien en claro la cortedad de miras de la nacionalidad que propone:

En este renacimiento material y cultural que anuncia el resurgir de la Patria dentro del país, estamos pocos: tú, yo, veinte, cien más, acaso”. (1993: 492). “El apostolado nacionalista puede ser tu gloria: pero debe ser latino y no indiano. Volvamos a Sarmiento; con él estoy yo y no puedo estar contigo” (1993: 496).

Enfatizando la tesis anterior, podemos sostener que la consagración intelectual de Rojas no fue dada por sus posiciones indigenistas, sino pese a ellas. Y su valoración de lo indígena, si bien es cierto que meramente historiográfica y estética, abstracta y mistificadora, fue percibida como un exabrupto, como un excedente prescindible de sus posiciones nacionalistas. Desde allí no debe sorprendernos que dos de sus libros cabalmente indigenistas como el “Silabario de la decoración americana” (1930) y “Archipiélago” (2014) sean aún hoy tan poco conocidos y estudiados. En este sentido cabe leer las críticas del santiagueño Bernardo Canal Feijóo, quien sin embargo se reconoce como tributario de algunas de las concepciones rojistas:

Ricardo Rojas, uno de los argentinos más profundamente aquejado de “pasión” americana, necesitó más que ninguno del indio para sus representaciones, pero (…) fue a buscar al indio, o solo lo admitió, donde no podía estar corporalmente: en el pasado o el presente semi-mitológico o folklórico, y aún allí de paso a una póstuma alegoría composita, dónde no estaría ya, ni siquiera en imagen, solo, sino fundido o confundido con otros. Concibió y admitió al indio únicamente para su estética (…). Curioso y generoso indigenismo el de su americanismo, abstrae la presencia antropológica del indio en sublimaciones de una retórica ambiciosa (1958: 223, 224).

Aún dice más: “Hay, sí, un fondo imperceptible de indigenismo en la estética euríndica; pero es un fondo principalmente escenográfico y ceremonial; la sobreabundancia formal a que se obliga vuelve más notorio el escamoteo del drama humano auténtico (1958: 226).”

Sin embargo, nos interesa matizar las tesis críticas de Viñas y Canal Feijóo, en alusión a la trayectoria intelectual de Rojas y de otros nacionalistas del 900. La caracterización de nuestro autor como un “discrepante” que solo hace literatura, o su fijación como un “retórico y un esteticista” puede ser precisa si analizamos a Rojas de manera ensimismada, sin ver sus conexiones e influencias con otros indigenistas que harán a posteriori mucho más que mera literatura, y que tornarán el indigenismo una praxis política radical, anudándolo a otras perspectivas críticas y revolucionarias. Y que sin embargo no dejarán de sincerar sus deudas con el camino inaugurado por el parco pero influyente indigenismo rojista, cuya rebelión aparentemente inútil se volverá operante algunas décadas después. Es, en definitiva, esta vindicación puramente mítica o historiográfica de lo indígena la que habilita más adelante la reposición de lo indígena en tanto cuestión social y política (Liborio Justo, Francisco René Santucho) y en tanto problema étnico, filosófico y epistemológico (Rodolfo Kusch).

Esto nos lleva a señalar otra salvedad para el estudio de estas trayectorias intelectuales, ya que partimos de reconocer que son más bien escasos y ciertamente breves los antecedentes de un estudio de estas características, que se aproximen relacionalmente a los autores y autoras que han abordado la cuestión indígena en tanto problema nacional, ya sea desde el campo de la literatura, el ensayismo o las ciencias sociales4. Encontramos un vacío de aproximaciones cronológicas y transdisciplinares, que tiendan puentes entre autores que han sido abordados de manera insular, como si sus derroteros intelectuales se bastaran a sí mismos para explicarse. La mayoría de los trabajos sobre la obra de Ricardo Rojas, Rodolfo Kusch y otros indigenistas incurren en este reduccionismo. Esto ha generado la tendencia a magnificar la radical novedad de algunos planteamientos que son en realidad la actualización creativa de viejos tópicos y la puesta en vigencia de antiguas irresoluciones en la constitución estatal-nacional de la Argentina. Así, diversos autores cifran la novedad de ciertas temáticas o conceptos, sucesivamente, en la obra de Francisco René Santucho, Rodolfo Kusch, Bernardo Canal Feijóo, Ricardo Rojas, Joaquín V. González o Juana Gorriti, por nombrar algunos ejemplos, sin la posibilidad de tender puentes históricos e inter-generacionales. Esta falta de apertura histórica y un cierto ensimismamiento ensayístico y filosófico, ha permitido la proliferación de una suerte de escolástica que solo puede rumiar de forma incesante categorías que orbitan en sistemas presuntamente cerrados.

Otro sesgo tiene que ver con la tendencia a desmerecer la reflexión específicamente indigenista, y a subordinarla a otras temáticas de pensadores que efectivamente fueron multi-modales: es el caso de Ricardo Rojas y su rescate alternativo como poeta y dramaturgo, como creador de la primer teoría estética propiamente argentina, o como historiador nacional. Ricardo Rojas, creador y paradojal víctima del canon literario por él mismo iniciado, ha sido consagrado como un “nacionalista” pero nunca como el empecinado indigenista que fue.

Lo antedicho nos abre el camino de una última consideración para el estudio de las trayectorias intelectuales indigenistas: el estudio de este campo, sin atender a estas consideraciones, amenaza con convertirse en una mera historia de los intelectuales, o, peor aún, en una historia de las ideas que eslabona abstracciones autogeneradas, iniciativas eruditas, libres y puras de determinaciones sociales y raciales. Determinaciones que son, por supuesto, siempre inestables, siempre relacionales, siempre conflictivas. La articulación global de una dominación heterárquica5 de clase, nacional, etno-racial y sexo-genérica es una llave de acceso fundamental. Pero, antes de eso, el interés del indigenismo es otro todavía, y se relaciona con la promesa de comprender el modelo fundante de construcción de alteridad propio del Estado argentino, que, a partir del indígena, modeliza la elaboración de posteriores desigualdades. La otredad indígena oficia así como una auténtica matriz de alteridad etno-clasista6 que se aplicará también a los afrodescendientes argentinos, al enemigo “externo” del Paraguay durante la Guerra Guasú, a los gauchos montoneros, a los socialistas y anarquistas de comienzos de siglo, a los “cabecitas negras” y a los “pelos duros” del peronismo, a los trabajadores desocupados de la década del noventa, y a los migrantes internos o externos de todas las épocas. Es decir que, paradojalmente, aunque el indigenismo solo tiene existencia y sentido por la presencia indígena, su importancia explicativa se mantendría intacta aunque el último indio fuera aniquilado, cosa que, felizmente, no ha logrado ni la fantasía totalizadora de las etno-clases dominantes a lo largo de siglos. Paralelamente, creemos que el estudio del campo indigenista nacional es central para entender las características de la intelectualidad nativa, su ubicación conflictiva en una estructura de clases periférica, colonial y racializada, y su elaboración de un discurso nacional y/o mestizo.

La nación improbable

El indigenismo argentino puede ser definido como una refriega secular entre dos grandes principios del derecho, o entre dos grandes metáforas nacionales de carácter instituyente, fundacional: nos referimos al ius sanguinis y al ius soli, a la metáfora de la sangre y la metáfora de la tierra, al carácter presuntamente convergente de sangres que se atraen magnéticamente, y al anhelado carácter “acrisolador” de la tierra, como una fragua que todo lo funde en sus contornos. Entre ambos polos de este sistema identitario se desplazan Ricardo Rojas y otros indigenistas, quienes pueden ser comprendidos en tanto intelectuales telúricos y mestizófilos. Rojas retoma estos principios en el prólogo a su recreación del drama andino “Ollantay”, obra que hace colisionar el principio sanguíneo que encarna el celo endogámico del Inca respecto de su progenie, y el principio telúrico del héroe andino, Ollantay, que aspira al concubinato con la hija del Inca. Frente a estos principios proactivos, la figura femenina, la princesa Coyllur, aparece como un principio pasivo, como receptora matriz de la “nueva estirpe de América” simbolizada en su apertura a la exogamia. Esto da la primera dimensión a esta parábola del mestizaje euríndico: la celebración de una exogamia fundadora de la nacionalidad. En ella, Coyllur, la mujer primordial, ocupará el mismo lugar de pasividad y de receptividad que Rojas da a las mujeres indígenas y a sus cuerpos durante el proceso de conquista, en cuyo relato habla de “la carencia de mujeres europeas” y “la abundancia y facilidad de la presa indígena”. Lo que dio vía libre, para Rojas, a un mestizaje realizado por un “Hombre sin prejuicios de raza para el amor, mestizo acaso él mismo (…) buen violador de harenes en Granada, de conventos en Roma, de hogares en Lieja, ese soldado sabía las dulzuras del amor prohibido” (Rojas, 1986: 88-93). El decir que el cuerpo-territorio de conquista, trocado en cuerpo-patrimonio, es un mero vehículo de la reproductividad de una raza siempre forjada bajo el signo de la dominación colonial y patriarcal.

Y en la otra dimensión de esta parábola rojista, la voz del Inca dramatiza la tentación endogámica y racista de buena parte de la oligarquía del 900, aquella que preserva celosamente, frente a la migración de la Europa meridional, la sangre “que jamás de otra alguna fue mezclada” (1943: 72). Nuevamente vemos la vocación performativa, política, de este indigenismo que interviene en los debates intra-élites, y que se clarifica en el siguiente apartado:

A medida que en el Río de la Plata cunde el exotismo de un nuevo coloniaje mercantil, se nos quiere alejar de los Andes y de la tradición continental, para entregarnos más fácilmente a las influencias marítimas, extraterritoriales. Volver a aquellas fuentes legendarias y telúricas, es contribuir a reavivar por la emoción estética nuestra conciencia americana (1943: 41).

Sin embargo, frente a la interpelación de un interlocutor contemporáneo que le señala que “los indios no interesan al público”, Rojas replica: “Éstos de mi Ollantay son otros indios, en el doble sentido de que han sido idealizados por la poesía y de que pertenecen a una civilización avanzada”. Es decir, los indios como tales, despojados de sus glorias pretéritas, reclasificados hasta la “impureza”, transformados en rémoras de civilizaciones pasadas, tampoco interesan a Rojas, lo que constituye toda una definición de su perspectiva indigenista. En sus palabras:

No se trata de la continuidad del territorio americano, dividido en el mapa político, ni de la continuidad étnica, siempre turbada por las migraciones. Tampoco se trata de ‘los indios’ como individuos, sino de ‘las Indias’ como tierra americana. No me refiero, en fin, a la raza en sus caracteres físicos, sino a sus fuerzas espirituales (1943: 41).

Aquí, como aconteció con los mencionados incaístas cuzqueños, Rojas vuelve a la fuente de legitimación inagotable del pasado incaico, siguiendo explícitamente el camino trazado por el Joaquín V. González de “La tradición nacional”, y antes por los proto-indigenistas del 800. El indigenismo de Rojas, nutrido de la tradición dramática greco-latina es, en suma, una forma de anagnórisis nacional, un proceso de reelaboración identitaria, de autoreconocimiento conflictivo que, como dijimos antes, se mueve tan sólo en el campo estético e historiográfico.

Como podemos ver, y como han señalado autores como Oropeza (2005), Schiffino (2011), Ferrás (2010), Soto (1958) y Dalmaroni (2000), el Centenario de la República y sus urticantes debates nacionales se cuelan por toda la obra de Rojas, aún en sus textos estéticos o dramáticos. Su concepto de raza, en tanto respuesta, se presenta como cultural y telúrico, más no biológico. Los intelectuales “discrepantes” del 900 suscriben un pacto implícito. Discutir los problemas morales, pero no la rotunda materialidad del sistema: ni la estratificación etno-social, ni la inserción dependiente, “cosmopolita” dirán ellos, al mercado capitalista mundial. Por eso este indigenismo es diferente de las impugnaciones globales sostenidas por el indigenismo de guerra que quería forzar una revolución social dentro de la revolución política en curso, o del indigenismo radical de las décadas del 60 y 70, que en la perspectiva de Rodolfo Kusch propone una impugnación de los pilares filosóficos de la misma modernidad, asociadas a las nociones de razón, ser, causalidad, universalidad y progreso, y que en la visión de Francisco René Santucho se ligan con la tradición federal y con la perspectiva revolucionaria de un marxismo de cuño indoamericano. Pero mientras que Kusch y F.R Santucho aparecen como outsiders en toda la regla, Rojas, figura señera de la intelectualidad estatal, expresa el freno de mano de una clase que se asoma con vértigo al abismo de la vida moderna, y que desde allí “reactualiza la tensión ideológica no resuelta en su folclorismo del novecientos, entre la idealización de una cosmovisión local (levemente dislocada respecto del racionalismo occidental) y el reconocimiento del avance inevitable de la modernización y el cosmopolitismo” (Mailhe, 2017: 25). Rojas no alcanza a comprender, en su abordaje de la realidad nacional, la unidad indisoluble entre los problemas morales y los problemas materiales de su tiempo y de cualquier tiempo.

Por otro lado, en su paradojal tentativa de “restauración nacionalista”, Europa aparece siempre como el ideal regulativo:

Lo que diferencia a las sociedades europeas de las americanas, y acaso crea para las nuestras una inferioridad (…) es que, en aquellas los “pueblos” han sido anteriores a la “nación” y a la “independencia”, en tanto que nosotros, después de haber creado la independencia y la nación, necesitamos, por una alteración de factores, plasmar en nueva sustancia cosmopolita, un pueblo homogéneo (…) Pueblos heterogéneos, pueblos advenedizos y sin unidad espiritual, son pueblos sin perpetuidad y sin destino humanos” (Rojas, citado en Ferrás: 2010).

Es decir que se pretende alcanzar la presunta homogeneidad cultural de ultramar, presuponiendo con ingenuidad que allí la nación antecedió lógica y cronológicamente al Estado. Lo que Rojas no puede asumir es que los pueblos precedentes a la nación argentina, su natural arcilla, han sido aniquilados, desplazados o reclasificados, mientras se ejecuta una colosal migración de reemplazo. El mismo se encarga, en “Archipiélago”, de precisar las dimensiones del genocidio fueguino, y la enorme demora que conlleva la recuperación demográfica por la sangría de las poblaciones indígenas que habitaban esos confines. El correlato será el aislamiento, el subpoblamiento y una soberanía siempre precaria y amenazada. Su propio texto aparece como una requisitoria al gobierno nacional a hacerse cargo de las diferentes aristas del problema fueguino (Rojas, 2014). Y todo parece repetir como una letanía la pregunta del folklorista Hugo Giménez Agüero: “Ay! tierra mía, ay! tierra mía, ¿para qué te despoblaron si no te saben poblar?” Nada más alejado, parece lamentar Rojas, del cumplimiento de la célebre sentencia alberdiana.

Rojas, como nacionalista, es un práctico, un organizador, un político. Como indigenista es solo un esteta, un dramaturgo, un poeta: su indigenismo tiene un escaso o nulo correlato práctico. Incluso su hispanismo resulta ilusorio. Podemos pensar incluso esta estetización de lo indígena ya denunciada por Canal Feijóo como una continuación de la política de reclasificación que sigue al genocidio. Pero adentrémonos en un contrapunto que será ilustrativo entre Rojas y Sarmiento, de quién dice que “transpira desdén por las cosas americanas”. No hay dudas de que la verborragia racista del “Facundo” (2007) o de “Conflicto y armonías de las razas en América” (2011) está en las antípodas de la retórica incluyente del Rojas de “Eurindia”, “Archipiélago” o “Blasón de Plata”. Y no hay dudas de que Rojas emplaza al sanjuanino desde un lugar anti-racialista: “no hay razas superiores, sino naciones retardadas” (Rojas, 1908: 50) Y lo critica luego con cierta dureza: “Sarmiento no advierte que está negándose a sí mismo, que está perdiendo apoyos de realidad histórica, que está creando un complejo de inferioridad en su propia gente y destruyendo órganos de asimilación histórica para la inmigración europea” (citado en Ferrás: 2010, 19). Pero aun así no debemos magnificar su distanciamiento respecto del paradigma sarmientino, ya que el sostenimiento de una línea de continuidad es evidente, y no sólo en el hecho de porfiar en una “terapia educativa” para todos los males de la nacionalidad (Devoto, 2002). La continuidad está dada más bien por su desplazamiento entre los pactos gruesos del orden liberal-oligárquico, que no llega a desbancar con el reemplazo de la dicotomía civilización-barbarie por aquella otra de indianismo y exotismo. El asunto es que el modelo de alteridad de Sarmiento es tan radical, tan rotundo, tan excluyente, que incluye en la nacionalidad tan solo a la migración de la Europa septentrional marginalmente y posteriormente realizada, en enclaves al sur o al nordeste, y al elemento criollo despojado de toda identificación peninsular, dejando en el limbo de la otredad nada menos que a los pueblos indígenas, a las negritudes, a buena parte del interior, al elemento hispánico y a la migración europea real, surera, que arribaba por entonces a estas costas. Contra este exabrupto se rebela Rojas, como portador de una tradición regionalista oligárquica bien consciente del peso de lo indígena y lo hispano en provincias como Tucumán o Santiago del Estero. Operaciones idénticas acometieron otras oligarquías en sus tentativas de legitimación nacional, como los incaístas cuzqueños en su disputa intra-élites contra las burguesías limeñas, o la élite nordestina brasileña, defensora de una genealogía afro-luso-brasileña frente al nuevo centro de gravedad emplazado en la zona litoral.

El indigenismo de Rojas, creemos, es menos anti-sarmientino que su hispanismo: la única diferencia es que, partiendo también de la premisa del indio muerto o del indio aculturado, busca vindicarlo históricamente, fugando hacia atrás, cifrando el origen de la nacionalidad no ya en el 1800 sino entroncando con las teorías antropológicas del poblamiento americano. Por eso podemos pensar a Rojas como un “estatuificador” de indios. La tentativa es disponer, al lado de la estatua inmaculada del Sarmiento-prócer, la estatua del indio anónimo. Pero quien barrerá las hojas de las estatuas simétricas será seguramente el indio real, el indio presente, el indio vivo, aquel frente al cual Rojas no arrastra la mirada.

Rojas no discute la modernización y la inserción periférica al mercado mundial, sino una matriz cultural, civilizatoria (Ferrás, 2010: 19). Aunque, por supuesto, ambas son indisolubles. Lo que fue evidente para el recio y pragmático positivista que fue Sarmiento, no lo fue para el voluble espiritualista que fue Rojas7, quien aparece como el gran buscador de equilibrios imposibles. Es también la diferencia, va de suyo, entre dos modelos de intelectuales: el intelectual multimodal, organizador y dirigencial que fue Sarmiento, frente al intelectual delegativo, al ya profesionalizado Rojas. La celebrada profesionalización acarrea entonces como costo insoslayable un proceso de despolitización, de intervención cada vez más mediada, más diferida, en la realidad nacional. Quizás todas las ingenuidades se condensen en la frase donde Rojas, refiriéndose al fenómeno inmigratorio y a los procesos de mestizaje, habla de las imprescindibles “integraciones parciales, necesarias a la civilización de América”, que se producen “como quién lima y pule, sin destruir” (Rojas, 1986). Así, como un proceso de correcciones no conflictuales de los excedentes de alteridad, se imagina Rojas la historia larga de la nacionalidad, y también la solución a los debates candentes del Centenario. Sarmiento pudo ser brutal, pero fue un realista que nunca dejó de reconocer el lugar de la violencia política, incluso en la dimensión militar del aniquilamiento. Rojas se ilusiona con una fundación estatal límpida, sin sangre, sin conflictos. Es un mitólogo atrapado por su propio mito, que asume su propia leyenda rosa, pletórica de indígenas hospitalarios y españoles sexualmente desprejuiciados. Y su carácter de mitólogo es explícitamente asumido, como sostiene en “La restauración nacionalista”: “la Historia no es ni puede ser una ciencia ya que no dispone de hechos sino de una reconstrucción que es siempre imaginativa” (Rojas, 1909: 27). O en “Archipiélago”: “la leyenda (…) suele ser una forma simbólica de la verdad” (2014: 9). Pero fundar un Estado nación moderno y colonial no es como limar y pulir, ni como consagrar un mito. Y esta concepción generosa ha de chocar, una y otra vez, con la alteridad que se resiste a estas tentativas: los charrúas, los mapuches, los indígenas del Chaco, los gauchos, y también los anarquistas, socialistas y sindicalistas revolucionarios que se mostrarán igual de irreductibles.

O, desde otra perspectiva, Rojas puede dedicarse a las sutiles operaciones historiográficas de limar y pulir porque otros antes que él, miembros de su misma etno-clase, han diezmado la alteridad pretérita. Y en esa acometida Rojas consagra una tesis convertida en sentido común hasta el día de la fecha: la de que ningún pueblo es originario de ningún lugar8 . Esta aseveración, historiográficamente rigurosa para una humanidad siempre diaspórica, y que puede fundar legítimamente el derecho de migrancia, resulta reaccionaria cuando se la aplica al terreno político, ya que ninguna barrera, ningún derecho de uso, ninguna posesión constatada, puede impedir el derecho de conquista. En suma, en esa búsqueda de un equilibrio imposible, Rojas oscila pendularmente entre la vindicación de los pueblos indígenas fueguinos (2014) y la justificación del exterminio de “tribus reacias” (1986: 74), entre la propuesta de enseñar lenguas indígenas en las escuelas y la defensa a ultranza del modelo pedagógico francés (1909), entre la denostación y la fascinación por Sarmiento, entre severas críticas a la Ley de Residencias de 1902 y una concepción censitaria y restringida de la democracia política (Ferrás, 2017) que si bien no es la de José Ingenieros o Leopoldo Lugones, es evidente que no habilita una incorporación efectiva de los componentes indígenas a la nación. Ni el indio de las “tribus reacias” ni el indio diezmado de los territorios australes son ciudadanos plausibles, ni mucho menos serán parte de la “aristocracia moral” que deberá conducir con pulso firme las riendas del estado (1909: 360).

Incluso Rojas reincide en operaciones exotizantes idénticas a las del Facundo. Todorov, en palabras de Ferrás (2010: 32), “describe al exotismo como un elogio en el desconocimiento. Sería la fascinación por lo otro, absolutamente desconocido”. Pero la exotización, en nuestra opinión, es una operación intelectual típicamente colonial, que relega al indígena en particular, y a las otredades en general, al lugar de lo absolutamente desconocido, cuando en realidad es lo absolutamente negado, desplazado, reprimido. Exotizar no es una actitud elogiosa, sino que implica negar la parte que lo otro ocupa en nosotros mismos, en estas sociedades coloniales donde las razas y las clases no son ni pueden ser compartimentos estancos, más allá de la eficacia de las formas de estratificación social y de segregación territorial. En esa línea reflexiva Kusch, un indigenista mucho más radical, se encargará de precisar el lugar que lo indígena ocupa en la constitución histórico-social de las clases populares en la Argentina, es decir, cuánto de indígena hay en los no indígenas.

La conclusión de Ferrás sobrevalora, en nuestra opinión, los alcances y la radicalidad de la perspectiva rojista, al presentarlo como un promotor de la diversidad cultural y al señalar que su praxis reviste la osadía de una primera reivindicación indigenista. Sobre su carácter inaugural, ya reseñamos el antecedente de toda una corriente de indigenistas prácticos, empíricos, protagonistas del ciclo de guerras de la independencia. Frente a ellos Rojas aparece como una réplica, diferida y de menor intensidad, lo que está íntimamente relacionado al lugar de lo indígena en cada una de las coyunturas señaladas: desde una mayoría demográfica geopolíticamente decisoria, a una minoría pasada por el tamiz de políticas de aniquilamiento y reclasificación. Incluso intelectuales previos a la generación de los nacionalistas culturales del 900 (como Joaquín V. González), expresan antes que Rojas una tímida reposición de lo indígena en la misma clave histórico-mítica, en obras como “Mis montañas” y “La tradición nacional” (Lojo, 2004: 314). Rojas escribe sobre el campo fértil de una derrota. Lojo sostiene también que “el criollo aparece, en la escritura ricardiana, como una síntesis que acoge lo múltiple, pero no lo excluye” (Ferrás, 2010: 29). Y sin embargo el propio Rojas habla de la constitución histórica argentina, en la que se encontraría una “blanquitud que absorbió a sus precedentes” (Devoto, 2002). Por otro lado, ya hemos diferenciado suficientemente entre un indigenismo práctico y un indigenismo meramente estético e historiográfico, entre la inclusión nacional como perspectiva política que expresó por ejemplo el movimiento artiguista y el indigenismo mistificador, tramitado como mera fuga retrospectiva.

La evaluación de la política indigenista artiguista es fundamental para realizar un contrapunto entre estos dos indigenismos. Y aunque esto requeriría de un trabajo específico nos valdremos del texto de Cultelli (s/f), que sintetiza sus trazos elementales a partir de los aportes documentales de autores como Jorge Pelfort (2002), Ana Ribeiro (1999), Tabaré Melogno (1976), Eduardo Acosta y Lara (1989) y otros importantes historiadores y antropólogos. Nos permitimos reordenarlos y aún añadir algunos otros.

1) El pacto o alianza entre el artiguismo y los pueblos indígenas de la zona oriental y litoral, aunque más que de pacto o alianza preferiríamos hablar de lo indígena como elemento constitutivo del propio artiguismo, entendido como movimiento social y político primero, y luego como proyecto estatal en la Liga de los Pueblos Libres. Esto permite diferenciar al artiguismo como tentativa-programa, de la reificación oficial de Artigas como prócer blanco-criollo y presunto promotor del estado uruguayo. La participación de charrúas, abipones y guaycurúes sería fundamental en el período que va de 1812 a 1820.

2) Una serie de políticas públicas pro-indígenas como el respeto de toda religiosidad consagrado en las llamadas “Instrucciones del año XIII” o aquellas enviadas al Cabildo de Corrientes el 31 de enero de 1816. En el plano cultural, el rescate de la simbología indígena, plasmada en el llamado escudo de la patria vieja, con elementos identificatorios charrúas como las flechas, los penachos de plumas y las ramas de pitanga.

3) El respeto de las autoridades y formas de organización política “tradicional” de los indígenas, recogidas y ratificadas nuevamente en las Instrucciones, en diferentes intercambios epistolares entre Artigas y el Gobernador de Corrientes José Da Silva en el año 1815, y en la experiencia de la “reserva india” de Arerunguá hasta la Matanza de Salsipuedes. También, y aún más significativa, la promoción de su participación plena en las instituciones republicanas, como sucedió con la exhortación a la participación de delegados indígenas en el Congreso de Oriente, con las gobernaciones militares de Andrés Guacurarí en Corrientes y en las Misiones (Machón y Cantero, 2006), o con el protagonismo político de otros caciques como Manuel Artigas, Pantaleón Sotelo o Francisco Javier Sití.

4) Por último, y con toda centralidad, la reforma agraria y la política de tierras como forma de ciudadanización efectiva e incluyente de las poblaciones de indios, negros, zambos y criollos pobres, tal y como son nombrados en el llamado en el Reglamento de Tierras de 1815, más comúnmente conocido como el “Reglamento Provisorio” (Artigas, 2010).

Indigenismo y mestizaje: valoraciones y legados

Reseñada la inserción de Rojas en los debates nacionales, y su mirada de la historia argentina, veamos ahora su peculiar concepción del mestizaje, de ese mestizaje que ya adelantamos, oficia como toda una metáfora de la nacionalidad. El mestizaje entre el indio y el español, cuya gesta mítica narra en Blasón de Plata, presenta a dos entidades sólo aparentemente equivalentes. En realidad sólo el español tiene sangre como tal. El indio es pura tierra. De ahí que se dé un sincretismo entre un principio telúrico y sólo un ser humano pleno, que es el hidalgo. “Runa allpa kamaska”, el hombre es tierra que anda, reza la sentencia quechua popularizada por Atahualpa Yupanqui. Pero el indio sería aquí en Rojas, literalmente, despectivamente, sólo tierra que anda, como un liquen adherido a la superficie. Por eso la influencia narrada del indio sobre el europeo, la llamada “indianización”, no es sanguínea, no es cultural, ni mucho menos civilizatoria: es sólo el influjo de una tierra del que el indio es un componente entre tantos, como si fuera un nitrato. De hecho, de las cuatro determinaciones definidas en “Eurindia”, el “territorio” y la “raza” son prácticamente equivalentes, ya que esta última es precisada como la “conciencia colectiva homologada por la emoción territorial y la atmósfera común de la convivencia histórica” (1980: 62).

De allí que el mestizaje euríndico detallado en “Blasón de plata” sea un mestizaje impar, más parecido a la aspersión de sangre sobre la tierra que se celebra ritualmente en el mundo andino. Por eso indianización y europeización no son dos vectores idénticos, sino que expresan una falsa simetría que precisan el lugar del indígena en el drama nacional, también falsamente simétrico frente al criollo blanco. El indio es entonces reducido históricamente, como la oligarquía terrateniente lo redujo militar y territorialmente. Precisamente por ser continuidad de esta historia de reducciones es que la mestizofilia de Rojas incorpora lo indígena a un relato nacional, mas no a la nacionalidad real. Nada muy distinto a lo que hará el tristemente célebre Museo de Ciencias Naturales de La Plata con el osario indígena. Alguien podría señalar que resulta progresiva la exhibición de restos indígenas por sobre su completa invisibilización, pero sería un argumento banal, dado que habilitar algo históricamente es habilitarlo en su continuidad, en su apertura, en su trascendencia, no en su interrumpida soledad de vitrina. Según una sentencia con la que insiste el propio Rojas, “todo lo que fue será”. Será, pero no es. Por eso de la tierra abonada de sangre española brota, de forma improbable, ilógica, intempestiva, el mero blanco criollo. El telurismo se vuelve reaccionario cuando es un principio de reducción de la humanidad otra, en este caso de la indígena, que pasa, como en el Hegel de “Lecciones sobre la filosofía de la historia universal”, a estar en el capítulo de la pura naturaleza. En cambio, nada hay de mistificador en señalar el carácter explicativo del lugar, en realzar lo local, incluso en sostener el carácter condicionante del territorio sobre los fenómenos histórico-sociales, como lo hará el indigenismo de Kusch después y como lo hacen en la actualidad las teorías post/des/decoloniales9.

Entonces, en sentido estricto, Rojas no describe un proceso de mestizaje en una dimensión sanguínea o cultural, sino un proceso de aclimatación. Por eso los símbolos que utiliza en Eurindia son el símbolo del árbol y el símbolo de la tierra. ¿Dónde aparece lo indígena en el símbolo del árbol? Pues en la raíz, aquella parte del árbol que casi no es árbol, sino tierra.

los primitivos (…) son las raíces que se nutren en la tierra nativa, penetrando hasta el subsuelo de la más profunda tradición local; los coloniales (…) son el tronco, por donde la savia histórica sube, entre la leña sustentadora y la áspera corteza, tronco de círculos seculares; los patricios (…) son las ramas que se abren en la copa libre, fuertes, elásticos en el vendaval del desierto (…) y los modernos (…) son ya la fronda rumorosa (1980: 78).

Por eso sostenemos que su propuesta se mueve aún en los contornos del pacto liberal-oligárquico. No es una propuesta de nacionalización activa, expansiva, de ciudadanización del sujeto indígena (aunque no fuera más que asimilacionista o subordinada), pasible de fundar una nación para el Estado, como sucedió con el indigenismo artiguista o como propuso el indigenismo social radical de Mariátegui, contemporáneo, por otro lado, al de “Eurindia”. Sino que la de Rojas es la propuesta de fundación de un Estado sobre una nación amputada por el genocidio indígena y el clasismo de la oligarquía vernácula, resiliente a la democratización social. La nación se empequeñece, a la medida de un control territorial efectivo por parte del Estado que resulta aún imperfecto y limitado, y a la medida de una oligarquía criolla o de una “aristocracia de mérito” demasiado exigua. Se trata de una nacionalidad trazada en el último rescoldo, irreductible, de lo “nuestro”, entendiendo por lo nuestro el patrimonio de una pequeña etno-clase ensimismada. Se trata de un nacionalismo de última frontera. ¿Qué es lo irreductiblemente nacional en un país colonizado? Tan sólo la tierra. Al decir del propio Rojas:

No constituyen una nación, por cierto, muchedumbres cosmopolitas cosechando su trigo en la llanura que trabajaron sin amor. La nación es además la comunidad de esos hombres en la emoción del mismo territorio, en el culto de las mismas tradiciones, en el acento de la misma lengua, en el esfuerzo de los mismos destinos (Rojas, 1909: 352-353).

No podríamos estar más de acuerdo con esta aseveración y su oblicua pero evidente crítica anti-sarmientina. En la concepción mestizófila que, con evidentes cambios y modulaciones, va de Blasón de Plata a Eurindia, la habilitación del criollo no es ni puramente estética, ni mítica, ni historiográfica. Su realización es presente y política, lo que reafirma y legitima la clase social que comanda el proceso modernizador sobre la tierra arrasada de las operaciones militares. Por eso es importante situar la trayectoria de nuestros indigenistas en diálogo con la situación de los propios pueblos indígenas en su coyuntura precisa. Sólo así podemos entender que el indigenismo de Rojas es hijo, y también padre, de una derrota, en tanto su producción intelectual es parte del magno esfuerzo de reclasificación social y de elaboración de imaginarios nacionales de un estado edificado sobre un genocidio, al decir de Diana Lenton (2011).

Rojas no es, como Sarmiento o como Roca, ni un racista ni un promotor activo del genocidio, pero sí un reclasificador. Y su narración mítica de la historia nacional como una historia de encuentros prudentes entre culturas, de romances alborozados entre españoles y “chinas”, de felices aclimataciones y cruces sanguíneos, elabora una teoría del mestizaje fundamentalmente no conflictual. La negación del conflicto, sea en su dimensión clasista, etno-racial, sexo-genérica o cualquiera sea, es la continuación del conflicto por otros medios, y su legitimación discursiva marca siempre una correlación de fuerzas abrumadoramente favorable al elemento opresor, que en este caso sólo puede partir de la imposición al indio del estatuto de vencido. En palabras de Mailhe:

este símbolo refuerza la concepción de la mediación como amalgama armónica y no como desgarramiento, en sintonía con una lectura más bien conservadora de la dialéctica hegeliana, dominante en las teorías del mestizaje desde el romanticismo al culturalismo neo-romántico de los años treinta. En efecto, Rojas piensa el mestizaje como un proceso de homogeneización (de fusión superadora, en la que los binarismos finalmente se disuelven) (2017: 29).

Esta operación es clave en la construcción de modelos de alteridad que surcan toda la historia nacional. Y cuando algún sujeto, individual o colectivo, amenace esta armonía imaginada por el escriba, se le señalará como factor desestabilizador y como elemento exógeno, ajeno al orden permanente de la nacionalidad. Por eso Rojas se permite radicalizar su reivindicación en “Archipiélago” de las comunidades selk-nam, yámanas y alacalufes, e incluso despotricar contra su propia clase:

Toda esa maravillosa creación espiritual del Archipiélago ha sido rota por los que vinieron a civilizarlo. Ha sido rota como se rompe un bello vaso que contuvo una esencia. Contemplo yo ahora este paisaje etéreo, y habló con los últimos indios, procurando sorprender siquiera el moribundo reflejo de sus almas milenarias (2014: 85).

Los indígenas fueguinos, aplacada su amenaza, y considerados desde el paradigma de la extinción y del genocidio perfecto (Hirsch y Gordillo, 2010), pueden acreditar su presencia en el blasón de plata de la nacionalidad. Un Estado que fue perfectamente incapaz y refractario a la inclusión indígena, y ni siquiera admitió la inclusión subordinada de los pueblos nómades y seminómades del Chaco y de la Pampa-Patagonia, ofrece el estatuto de nacionalidad sólo al indio muerto (como en “Blasón de Plata” y “Eurindia”), o al indio que languidece (“Archipiélago”). Para el resto, para los no reducidos y para los no languidecientes, Rojas reserva la última carta que lo reintegra al pacto liberal-oligárquico de gestión de la alteridad: la solución militar sin mediaciones. Por eso reconoce como una fatalidad el destino de “charrúas que fue menester exterminar” (1986: 87), o las escaramuzas frente a los retobados indígenas chaqueños.

Todo nacionalismo es, simultáneamente, un proyecto de pasado y un proyecto de futuro (Rojas, citado por Devoto, 2002: 75), pero enclavado, agregamos nosotros, en un presente amenazado. El indigenismo de Rojas, trunco, es sólo un proyecto de pasado, y por supuesto que resulta progresivo frente a quienes niegan ese pasado. Y sin embargo, esta afirmación de lo indígena, limitada y mistificadora, abrirá nuevas indagaciones para el indigenismo por venir. Nuestra propia valoración, en suma, del indigenismo de Rojas, es relacional, dialéctica. Sostenemos que las teorías dominantes en la Argentina sobre la constitución etno-racial de la nación son tan retardatarias y conservadoras (tanto más que las sostenidas por otras etno-clases dominantes), que aún este limitado indigenismo rojista resulta progresivo, e incluso urticante. El indigenismo integracionista y estatalista ha tenido un rol muy diferente en la Argentina (y en general en los países del cono sur con un mayor componente migratorio europeo relativo) que en países como Bolivia, México, Guatemala o Perú, dado que aquí la disyuntiva de hierro fue entre el genocidio o la segregación. Por eso no puede pensarse a nuestros indigenistas desde los mismos parámetros con los que los indianistas Fausto Reinaga o Guillermo Carnero Hoke piensan a sus estados nacionales y a sus intelectualidades nativas. El indigenismo es una praxis nacional, y desde un pensamiento nacional situado debe estudiarse y comprenderse. En nuestro contexto, consideramos que las políticas de las etno-clases dominantes buscaban generar no sólo un estado fabulosamente rico por el control de zonas con una rentabilidad extraordinaria de la tierra y por el monopolio aduanero del puerto, sino también purgar étnicamente una sociedad que se visualizaba como más “pura” y más europea en los cómodos contornos bonaerenses. Es decir que el dilema nacional, real, impuesto por la derrota de las montoneras del interior, del Paraguay autonomista de Francia y de los indígenas al sur y al nordeste, fue entre el Rémington de Roca y la zanja de Alsina. Los indios tenían que permanecer afuera, o ingresar muertos o reclasificados.

Para terminar, diremos que el indigenismo de Rojas, nunca desplazado de los pactos gruesos de la oligarquía terrateniente, y siempre oscilante entre la complicidad y la inutilidad del mero gesto, muestra sin embargo su progresividad relativa al abrir una senda intelectual que permite identificar una fractura colonial en la Argentina, y a realzar la importancia de la dimensión étnico-racial para la comprensión y resolución de los problemas nacionales. Así, por ejemplo, es que la tesis del mestizaje indo-hispánico como ontogénesis nacional, que será sostenida también por otros intelectuales del período (Mailhe, 2017: 22), resulta superadora a la prescripción de una europeización inalterable como la sostenida por parte de la élite del 900. Y esto es así, aun cuando el indio aparezca, al decir de Canal Feijóo, ya ni siquiera como imagen, sino fundido o confundido con otros. Recordemos, nuevamente, la carta de José Ingenieros: “Tu credo representa la aspiración de una vieja Argentina feudal que se extingue; mi nacionalismo, el de una nueva Argentina que se va europeizando. Tú pones tu ideal donde Belgrano; yo donde Sarmiento” (1993: 496).

Por eso sostenemos que, a contrapelo de interpretaciones excesivamente deterministas y lineales, la praxis de Rojas implica una rebelión inter-clase que propone una solución más progresiva al problema nacional y a la gestión de la alteridad etno-racial que la que fuera hegemónica bajo la influencia del eje Sarmiento-Roca-Lugones. Esta solución, no operante o en suspenso durante el período de entre siglos, conectará a través de una larga secuencia de influencias hasta el eje establecido entre los santiagueños Bernardo Canal Feijóo y Francisco René Santucho, y entre ellos y Rodolfo Kusch.

Lo interesante es señalar que el indigenismo siempre fue un discurso arremangado, un arsenal para la lid política, desde las tentativas independentistas de burguesías liberales ilustradas hasta el marxismo, desde la Proclama de Tiahuanaco hasta las tesis políticas del FRIP. Después de una despolitización relativa en el segmento histórico en el que situamos a Rojas junto a otros indigenistas del 900, la Argentina verá emerger un tercer indigenismo de tintes radicales. A diferencia del indigenismo anterior, éste ya no será hijo de una derrota (la de las fracciones más radicales y la de los sujetos subalternos del ciclo de independencia, o el de las parcialidades indígenas exterminadas, reclasificadas e invisibilizadas durante las campañas militares), sino de un largo proceso de acumulación popular y radicalización ideológica, simultáneamente nacional, latinoamericano y global. Este indigenismo intentará, en nuestro país, religar la perspectiva indigenista con otras tradiciones como el federalismo y el marxismo e incorporar al indio como sujeto político (F.R. Santucho, Liborio Justo) o histórico y filosófico (Rodolfo Kusch10), sin los sesgos paternalistas de antaño. Las referencias externas, continentales, serán las de las grandes figuras del indigenismo peruano y mexicano. Pero entre la escueta y discontinua tradición del indigenismo nacional, Rojas será, de ahí en adelante, una fuente ineludible.

Notas

1 Tomamos el concepto “matrices de pensamiento” de Alcira Argumedo: “denominamos matriz teórico-política a la articulación de un conjunto de categorías y valores constitutivos, que conforman la trama lógico-conceptual básica y establecen los fundamentos de una determinada corriente de pensamiento” (Argumedo, 2009: 79).

2 Para más precisiones sobre la inserción intelectual y profesional del joven Rojas en la Ciudad de Buenos Aires, y para una enumeración detallada de sus influencias intelectuales, véase Devoto (2002).

3 Tomamos el concepto, de enorme productividad sociológica, tal como fue desarrollado en González Casanova, Pablo (1970). Sociología de la explotación. México: Siglo Veintiuno Editores.

4 Destacamos, entre ellos, los trabajos de Lojo (2004) y Nicolas Alba (2015).

5 Tomamos el concepto de la perspectiva decolonial, y en particular de su aplicación por parte de Ramón Grosfoguel y Santiago Castro-Gómez (2007).

6 La noción de etno-clase, también decolonial, proviene de Aníbal Quijano (2009).

7 Mailhe (2017) y Muñoz (1992) han estudiado las notables influencias teosóficas en la formación de Rojas.

8 Esta misma tesis fue levantada recientemente por un editorialista del diario La Nación para justificar preventivamente la reciente avanzada político-militar sobre territorios indígenas mapuches. Disponible en: https://www.lanacion.com.ar/1930090-la-utilizacion-populista-de-los-pueblos-originarios

9 Véase por ejemplo Escobar (2009).

10 Véase nuestro trabajo para ahondar en esta perspectiva (Rivara, 2016)

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Sobre el autor

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Rosalba Alarcón Peña

Rosalba Alarcón Peña, periodista y Defensora de Derechos Humanos, directora del portal web alcarajo.org y la Corporación Puentes de Paz "voces para la vida". Además, analista y columnista del conflicto armado de su país natal (Colombia) en medios internacionales. Redes sociales. Twitter: @RosalbaAP_ Facebook. Rosalba Alarcón Peña Contacto: rosalba@alcarajo.org

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