• abril 20, 2024 5:46 am

Reportaje contra el olvido

Doce años después del asesinato de su hijo a manos de miembros del Ejército, una madre aún pide justicia porque -dice- ni siquiera ha tenido una audiencia en la Fiscalía. Un drama que supera la ficción.

Por: Juan Carlos Hurtado Fonseca @Aurelianolatino

-Mami le voy a arreglar el cajón para que coloque el televisor- le dijo Diego a su mamá mientras la despedía para que fuera a dormir. Eran las nueve y media de la noche del 5 de febrero de 2008.

-Listo, mi amor, pero no vaya a hacer ruido- contestó ella, a lo que él respondió -Sí mami, tranquila como es solo poner tornillos y como mañana no tengo que madrugar… Mañana solo tengo que hacer las hojas de vida.

-Entonces, yo le doy la plata para que vaya a eso- respondió con entusiasmo. Diego estuvo trabajando hasta tarde de la noche, cauteloso para que su madre pudiera descansar, sabía que debía levantarse antes de las cuatro para ir a su trabajo. Al siguiente día, antes de salir doña Rubiela encontró el mueble armado en el sitio preciso. Diego aún dormía.

Así recuerda la señora Rubiela Giraldo la última vez que vio con vida a su hijo Diego Armando Marín Giraldo, quien meses después apareció asesinado en Norte de Santander.

Doña Rubiela recuerda a Diego Armando como un hijo juicioso y preocupado por encontrar un trabajo para ayudar en la economía del hogar. Foto cortesía.

El joven de 21 años acababa de salir de prestar servicio en la Policía, de ‘servir a la patria’, era un bachiller con libreta militar de primera, lo que le daba confianza para encontrar un buen empleo. A lo que se dedicó apenas regresó a su casa en Soacha, Cundinamarca.

“Su sueño era buscar trabajo y seguir estudiando”, comenta doña Rubiela Giraldo, una mujer de 57 años que a sus 33 enviudó cuando su esposo murió en un accidente, dejándola con la responsabilidad de tres varoncitos.

Doña Rubiela recuerda que Diego aún no sabía qué estudiar, que su interés era ayudar económicamente en el hogar. Había posibilidades de emplearse en pañales Kleenex y en el aeropuerto El Dorado adonde había pasado hojas de vida.

Nadie volvió a saber nada de Diego. Según su otro hijo, la última vez que lo vieron fue en el paradero de buses Los Cristales. La preocupación se apoderó de su madre que inició ese mismo día a buscarlo, porque ninguno de sus hijos acostumbraba a quedarse fuera de casa. Llamó a sus conocidos, a sus familiares.

Realidad y ficción

La pantalla está en negro. Al fondo se escucha un incesante jadeo. Alguien grita -Ya silencio- pero la agitada respiración continúa. Con voz de subordinado un militar informa -Estamos listos mi sargento.

Hay un breve silencio. El suboficial responde con voz enérgica -Fuego- y dos tableteos de fusiles terminan la escena.

El anterior es un acto de la película colombiana Silencio en el Paraíso, dirigida por Colbert García y estrenada en 2011 en la que se dramatizó la práctica sistemática del Ejercito colombiano, conocida eufemísticamente como falsos positivos.

Estos consisten en asesinar a jóvenes para hacerlos pasar como bajas de enemigos en combate, ante la incapacidad de golpear al enemigo o por los pobres resultados en sus enfrentamientos. Se han descubierto grandes estructuras para llevarlos a cabo.

En el filme, Harold, un joven trabajador del barrio El Paraíso al sur de Bogotá, cae en manos de una red de reclutadores compuesta, entre otros, por un sargento del Ejército y Susana quien hace el contacto directo ofreciendo empleo en seguridad, fuera de la ciudad.

La obra evidencia la realidad de millones de familias de barrios periféricos en las grandes ciudades, quienes se la juegan a diario para sobrevivir. Sobrevivir a un Estado que no les ofrece oportunidades de estudio ni trabajo. Harold hacía perifoneos en una bicicleta para sostener a toda su familia, Diego buscaba empleo para ayudar a su mamá.

Fotograma de la película Silencio en El Paraíso. En la escena Harold lee una carta de despedida a su novia a quien le dice que saldrá a trabajar por dos semanas

Dolor oculto

Doña Rubiela se tranquilizó porque el viernes al mediodía, su hermana recibió una llamada de Diego en la que le decía que estaba lejos, que le dijera a su mamá que la quería mucho, que volvía en uno o dos días. No llamó a doña Rubiela porque no le permitían responder el celular en su trabajo. La tía Elena dice que la voz del joven se sentía muy triste. “Qué sábado ni qué domingo, mi hijo no volvió a aparecer”.

Desesperada, fue a la Fiscalía en donde no le recibieron la denuncia porque no habían pasado 72 horas desde la desaparición. Tuvieron en cuenta el tiempo desde el viernes que él había llamado.

Todo en la vida de la señora Rubiela cambió. Desde tener el valor de seguir en su trabajo sin que se dieran cuenta del infierno que vivía, hasta ocupar su tiempo de descanso buscando a su hijo por todas partes. “Cuando tenía turno de noche salía a las seis de la mañana y mi día era para buscarlo, iba para un lado, iba para el otro. Decía ‘Dios mío ¿será que le pasó algo, que le hicieron algo?’ Porque con tantas cosas que uno escucha…”. Iba acompañada de su sobrina Luz Adriana quien buscaba a su novio Daniel, desaparecido con Diego.

Su rendimiento en el trabajo no era el mismo, solo una compañera conocía su angustia. Su labor de cortadora se hacía más compleja, el manejo de la tijera era más difícil, aun así, seguía haciendo bien los cortes. “La ropa de Patprimo debe ser perfecta, las camisetas, todo. Yo me reía y todo, pero nadie se daba cuenta de lo que me pasaba. Cuando lloraba me iba para el baño, en la media hora de almuerzo me ponía a llorar”.

Las malas noticias

El primero de octubre de 2008, llamaron del CTI a los familiares de doña Rubiela para informarles que habían encontrado a su hijo enterrado en Ocaña. “Mi hermana llamó a una compañera, ella le dijo a mi jefe, pero él no fue capaz de avisarme, solo me dijo que me fuera para la casa que me necesitaban”. Estando en el locker, su compañera la llamó a decirle que lo sentía mucho, recuerda Rubiela mientras interrumpe la conversación para pedirle a uno de sus hijos que apague un fogón.

El 2 de octubre su hijo mayor viajó a reconocer el cadáver. Ella fue a Medicina Legal a verlo en fotos que le mostraron en un computador. “Yo dije ‘sí él es’. Su carita estaba normal, no estaba golpeado ni nada. Le habían cambiado la ropita, tenía un pantalón caqui y una camiseta amarilla, pero se había ido con una chaqueta hermosa que compró con lo que le habían dado en la Policía y unas zapatillas. Las zapatillas sí las tenía, los interiores también porque eran de Patprimo”.

Según las investigaciones, Diego Armando Marín Giraldo fue ejecutado extrajudicialmente el 8 de febrero a las tres de la tarde. Dos días después de haberse ido de casa.

Doña Rubiela se enteró que el coronel Gabriel Rincón Amado está implicado en la muerte de su hijo. “Él está ahorita en la JEP y como que fue uno de los que recibió a mi hijo allá”.

El oficial, quien comparece ante la Jurisdicción Especial para la Paz, JEP, y pidió perdón a las madres de Soacha, en entrevista con la Agencia Francesa de Prensa, AFP, comentó que con la exhumación supo quiénes eran sus víctimas: jóvenes pobres que fueron engañados y llevados a Ocaña desde el municipio de Soacha. “Apoyé algunas unidades en darles algunos medios (…) Hablo de suministrarles armamento (…) para hacerlos pasar como muertos en combate”. (…) “Los militares organizaron, según el coronel, su propio conteo premiado de cuerpos para mostrar resultados en la guerra contra las guerrillas y las bandas paramilitares del narcotráfico, que se intensificó con la llegada de Álvaro Uribe al poder en 2002”.

Eslabones

En la película, el sargento con frialdad le pregunta a Susana acerca de la cantidad de reclutados listos para enviar – ¿Cuántos llevas?

– ¿A usted no le enseñaron a saludar en su casa? Por lo menos pregúnteme cómo me fue. Seguro siete.

Luego de un largo silencio y retirándose una peluca que usa para proteger su identidad, expresa -No puedo seguir haciendo esto.

-Entonces, ¿qué fue lo que te imaginaste, porque tú eres una mujer de negocios y sabes que la plata hay que conseguirla como sea, siempre lo supiste.

El militar bebe agua de un vaso que descansa sobre una ventana, lo regresa a su lugar e interroga -¿Qué fue lo que le dijiste a esos pelaos, que iban a una finca a recoger café o a cuidar viejitos? Porque en esta cadena de hijueputas, nadie sabe cuál es el más hijueputa.

En el caso de Diego, se sabe que en la cadena además del coronel Rincón hay un tal Pedro y Alexander Carretero quienes lo sacaron de Soacha. No se sabe exactamente cómo, pero al parecer le ofrecieron un buen trabajo en el campo. “La Fiscalía dijo que Pedro se los entregaba a Alexander y los llevaron a la terminal, les compraron tiquetes, los mandaron por Honda, les quitaron los documentos de identidad y se los entregaron al señor Rincón”, rememora Rubiela Giraldo.

Ahora, los familiares de Diego concluyen que él llamó a la tía Elena para decir que estaba bien, porque les dieron permiso de comunicarse con sus familias, decir que iban a trabajar para tranquilizarlas y que no los buscaran. “Ellos ni sabrían que los iban a matar”.

No puede evitar martirizarse pensando en las cosas por las que pasó su muchacho: “A ellos los torturaron, creo que sufrieron para morir. Mi hijo estaba muy baleado por la parte de adelante, tenía un tiro en los testículos”.

En la película, a Harold lo mandan, junto con otros siete jóvenes del barrio, en un bus hasta un municipio donde dos integrantes de la estructura los suben a un camión para entregarlos a miembros del Ejército en un paraje rural. Luego los hacen vestir uniformes militares y los fusilan bajo las órdenes del sargento que participó en el proceso de reclutamiento. El cineasta reproduce una realidad.

Entre la justicia divina y la terrenal

En 2011, varias madres de Soacha deciden organizarse en el colectivo Madres Víctimas de Falsos Positivos, Mafapo, para evidenciar su problemática y recordarle al mundo que no ha habido verdad ni justicia.

Diego Armando Marín Giraldo durante su servicio en la Policía Nacional. Foto cortesía

Desde ese momento han tenido audiencias a medias. Los abogados del Ejército siempre encuentran la excusa perfecta para aplazar. Doce años después del crimen doña Rubiela no ha tenido una audiencia completa. “Una vez fui a una y los abogados del Ejército le dijeron al juez que no era competente para esa audiencia, el señor se les puso bravo y les dijo que cómo no iba a serlo que si estaba ahí sentado era por algo. Aplazaron unas horas y cuando regresamos el juez nos dijo que sí, que él no era competente para eso, les dio la razón y tampoco hubo audiencia. Otro día hubo otra y se canceló porque uno de los abogados había sido defensor de una víctima y ahora lo iba a ser del Ejército, y así…”, comenta Rubiela con una notoria desesperanza e incredibilidad en el sistema de justicia.

Recuerda que para las fechas de los acontecimientos el presidente de la República era Álvaro Uribe Vélez y el ministro de Defensa, Juan Manuel Santos. “Siento mucha tristeza de que en Colombia no haya justicia”, anota y agrega que hay que dejar todo en las manos de Dios.

El abogado Rubiel Vargas, secretario ejecutivo del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, CPDH, explica que sobre la responsabilidad de los hechos el expresidente Álvaro Uribe no puede ser procesado porque cuenta con fuero, además, que en los acuerdos de La Habana se pactó que ante la JEP no irán expresidentes.

No obstante, los ministros, en este caso los de Defensa, sí pueden ser investigados por los hechos, ya que no son aislados, sino que responden a una sistematicidad. “Había un modus operandi, a los muchachos les vendían la idea de un trabajo, de una relación laboral, los trasladaban a otro sitio en donde les ponían un uniforme y los asesinaban. La institución que hacía eso era la fuerza pública, fuerzas militares, cuyos comandantes son el presidente y el ministro de Defensa, esa es la cadena de mando. Por eso investigan a generales como a Montoya”, explica Rubiel Vargas. En conclusión, sí hay una responsabilidad del Estado y hay personas, civiles y militares, que deben comparecer.

Un corazón triste y limpio

Doña Rubiela da a entender que ya perdonó a los criminales, aunque reitera que debe haber justicia: “He limpiado mi corazón, aunque lo tengo muy triste. Creo que no voy a superar esto nunca, porque ¡¿que vengan y dispongan de la vida de un hijo, de una personita de uno, que se lo lleven porque quieren hacer plata?!”

Las ejecuciones extrajudiciales son una práctica llevada a cabo desde hace décadas, se incrementó en el uribismo y se mantiene. Así lo han develado medios de comunicación del país y del exterior.

A propósito, el pasado 22 de julio, la Mesa de Trabajo sobre Ejecuciones Extrajudiciales, Coordinación Colombia – Europa – Estados Unidos, en un informe entregado a la Comisión de la Verdad, detalla los casos de 6.942 víctimas de ejecuciones extrajudiciales perpetrados por miembros de las fuerzas militares y de seguridad del Estado entre los años 1990 y el año 2015.

“La inmensa mayoría de estos casos no han sido esclarecidos, juzgados ni sancionados pues no ha existido voluntad para que sean debidamente investigados, sus máximos responsables no han sido llevados ante la justicia y la mayor parte de sus víctimas siguen sin ser reparadas”, señala la organización autora del informe.

Esta práctica sistemática, su aceptación o normalización, la impunidad, la ausencia de capacidad de asombro y reacción, y el silencio cómplice de muchos sectores han permitido que los casos se olviden, que la sociedad se sumerja en una amnesia colectiva.

Preterición de la que algunas veces el arte, en este caso el cine, puede ayudarnos a salir, porque nos sacude y nos invita a la reflexión, aunque muchas veces se quede corto en la representación de la tragedia nacional.

Al igual que doña Rubiela Giraldo, miles de madres siguen esperando justicia, saber las motivaciones, entender por qué Diego y muchos jóvenes en el país no tuvieron oportunidades de ser y de hacer, y por qué el Estado solo les ofreció eso…

Sobre el autor

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Juan Carlos Hurtado Fonseca

Comunicador social y periodista con diecisiete años de experiencia en periodismo escrito sobre temas políticos y sociales, siempre en relación directa con organizaciones sociales. Tallerista en temas de comunicación, redacción y periodismo.

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