• abril 24, 2024 7:42 pm

El 12 de Octubre: un espejo para los argentinos

PorLautaro Rivara

Jun 10, 2021

Comparto una polémica con Iciar Recalde en torno al 12 de Octubre y a sus significaciones para pensar y repensar nuestra común identidad nacional y latinoamericana. Publicado el 12 de Octubre de 2016.

“¿Somos europeos? ¡Tantas caras cobrizas nos desmienten! ¿Somos indígenas?  Sonrisas de desdén de nuestras blondas damas nos dan acaso nuestra única respuesta. ¿Mixtos? Nadie quiere serlo, y hay millares que ni americanos ni argentinos querrían ser llamados. ¿Somos Nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento?¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, buenos es darse cuenta de ello.

Domingo Faustino Sarmiento, 1883

El 12 de Octubre es, en nuestra común nación latinoamericana, una de esas fechas que se constituyen en una arena de batalla incesante, semejante quizás, pero incomparable al fin por su dimensión continental, a las respectivas fechas de las independencias tentativas e inconlusas de nuestras patrias chicas. Simbolizada y resimbolizada hasta el cansancio, apropiada y retaceada sin disimulo, celebrada con pompa y amargamente resistida, disputada al fin y al cabo, incluso los trazos históricos más elementales del acontecimiento y sus consecuencias posteriores se entreveran con las acuciantes necesidades políticas de los proyectos de nación, aún en disputa, tras más de 500 años de colonialismo y neocolonialismo. Se subraya así la vieja sentencia de un liberal italiano: “toda historia es historia contemporánea”. No es trivial decir que a cada proyecto de nación corresponde una tratativa peculiar sobre el día memorable en que arribara a estas tierras de fábula ese empecinado navegante genovés (ególatra y delirante si hemos de atender a la caracterización literaria de Ernesto Cardenal[1]) que, partiendo del Puerto de Palos, atravesara el monumental océano oteando el horizonte[2]. Y no nos referimos a los abismos conceptuales que separan a proyectos radicalmente antagónicos: cada matiz progresista, cada modulación conservadora, ha impuesto su sello particular al abordaje del 12 de octubre, como bien lo demuestra la inestabilidad permanente de las efemérides escolares, al menos en nuestro país. Quisiéramos en estas líneas, en particular, entablar una polémica con la nota alusiva de Iciar Recalde, publicada recientemente, y titulada de una manera que habría, equivocadamente, de entusiasmarnos. “Ni calco ni copia. Origen y destino de la gran patria hispanoamericana”[3], es el nombre que lleva el texto en cuestión.

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Representación tradicional del “descubrimiento” de América

La contradicción principal: una vieja zoncera

Como punto de partida, el texto en particular, y la perspectiva de su autora en general, inscripta en una tradición popular sensible a los problemas del imperialismo, la colonización y la soberanía, está sesgada por un marcado reduccionismo de tipo nacional, anclado en el eje reductor patria/antipatria o nación/colonia. A la manera de la vieja (pero nunca superada) contradicción principal, todo el espectro de los acontecimientos históricos, el rol de los sujetos y sus organizaciones, y la dilucidación de tácticas y estrategias, se alinea en función de ese campo polar, en ese ajedrez impasible de enemigos frontales. Como todo reduccionismo, como toda contradicción principal elaborada apriorísticamente, al margen de lo histórico y de lo concreto, este enfoque resulta teóricamente empobrecedor, políticamente inconducente, y fatal para las perspectivas emancipatorias de nuestros pueblos. La autonomía de la política y la contingencia de los acontecimientos se sacrifican así en el altar de las inconmovibles estructuras (nacionales e imperiales, en este caso). Es imposible, en pleno siglo XXI, seguir soslayando las múltiples dimensiones de la subalternidad que nos constituyen como oprimidos, al menos en esta “zona liminar del Occidente capitalista”, en un continente en donde además de las nítidas clases sociales tematizadas por el marxismo y de la mano de las relaciones de dependencia nacional-colonial bien notorias para el peronismo, encontramos, incluso con más densidad, relaciones de dominación racializadas, asimetrías regionales fruto del colonialismo interno y desigualdades rotundas en función del complejo sexo-género.

Hay en nuestra abigarrada[7] sociedad americana clases, géneros, naciones y razas, imbricadas en un complejo palimpsesto. Quién tenga pereza de pensarlas a todas ellas quedará, de seguro, a la saga de este siglo, y esterilizado para emprender una práctica política eficaz y transformadora.

Con justeza y justicia se han señalado hasta el hartazgo lo crasos errores en los que ha incurrido una izquierda economicista, unilineal y determinista, al operar peligrosas reducciones clasistas ya sea en la Argentina o en otras experiencias americanas[4]. Pero no han sido de menor calibre los yerros históricos de los reduccionismos “nacionalistas”. Fue este determinismo, esta reducción a la contradicción nación/anti-nación, lo que llevó a Jorge Abelardo Ramos, a quién leo, al igual que Recalde, con sumo interés, a apoyar a un caudillo riojano muy hábil en el manejo de la simbología nacional (desde el poncho gaucho hasta las patillas y la barba facúndicas) en un texto que no merece más desarrollo que su título elocuente: “Me voy con Menem para que puedan gobernar los criollos”[5]. Qué decir del apoyo de Ramos y de otros intelectuales, también desde un rabioso nacionalismo ajeno a otras contradicciones y otras sensibilidades, a la dudosamente heroica gesta de las cúpulas militares en la Guerra de Malvinas[6]. Hay en nuestra abigarrada[7] sociedad americana clases, géneros, naciones y razas, imbricadas en un complejo palimpsesto. Quién tenga pereza de pensarlas a todas ellas quedará, de seguro, a la saga de este siglo, y esterilizado para emprender una práctica política eficaz y transformadora.

La huella larga y múltiple de nuestros orígenes

Creemos que para comprender la América (preferimos la América a secas o la América Nuestra de Marti, a la exclusiva y excluyente Latinoamérica que deja al costado del camino a los pueblos indígenas y a las naciones caribes), es necesario comenzar por el principio. O más bien, por sus dos principios constitutivos. Si Lenin se permitió estudiar obsesivamente los lejanos avatares de la comuna rural rusa aún en los vertiginosos años de la primera revolución obrera del mundo; si Ho Chi Minh inquirió la historia del Vietnam desde mucho antes de la colonización norteamericana y francesa; si Tupac Amaru y la revolución pan-andina que sacudió los cimientos del orden colonial hispánico encontró su inspiración primera en las lejanas historias del Estado Incaico narradas por las crónicas del Inca Garcilaso; si Toussaint-L´Ouverture, el caudillo genial que fraguó la primera revolución nacional y anticolonial americana, debió pulsar para ello las raíces negras de un pueblo afrodescendiente; porque no habríamos nosotros, pregunto, de remover, tras lo superficial, las determinaciones lejanas pero vigentes que subyacen en lo más profundo de nuestra historia.

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Celebración del “Día de la Raza”, también conocido como “Día de la hispanidad” en algún países nuestroamericanos

Me declaro ateo de quiénes rinden culto a las polémicas de memoria corta, y creen que en los diferendos tácticos y estratégicos del último ciclo de nuestras refriegas encontrarán todas las respuestas: lo mismo vale para la lucha armada que para los avatares del movimiento de trabajadores desocupados. Hay que escarbar mucho más hondo para desenterrar los tesoros. Para el caso de los territorios “geoculturales” que hoy conforman la nación Argentina, para comprender sus pliegues y sus honduras, es preciso remontarse a los al menos doce mil años de historia de sus pueblos originarios[8]. Para la causa general de América, el pasado histórico, mucho más extenso, se funde con el mítico, tal y como sucede en la trilogía americana de Eduardo Galeano[9]: de este pasado lo ignoramos, todavía, casi todo. Para ilustrar nuestra desidia basta recordar que hace no más de 20 años, a escasos 182 kilómetros al norte de Lima, una antropóloga peruana descubrió las ruinas de la que hoy se reafirma como la ciudad más antigua de América, cuna de una civilización (la caralina) que data de hace más de 5.000 años. El nombre de Caral nada significa para la mayoría de los habitantes de nuestro país, mientras que es improbable transitar la institución escolar sin estudiar o al menos escuchar alguna mención respecto de las grandes civilizaciones africanas o euro-asiáticas. Que lejos que estamos de la exhortación martiana a conocer, a estudiar al dedillo, la historia de “nuestra Grecia”[10].

sostendré una tesis a sabiendas de que podrá resultar ridícula para propios y extraños: no habrá  proceso de liberación y descolonización en América (y tampoco en la Argentina, para volver más incisivo el asunto) sin un conocimiento profundo de la varias veces milenaria historia de los pueblos originarios de África y de América.

El primer comienzo, la “fundación mítica”, si así queremos llamarla, será entonces la de la constitución sanguínea y cultural de los sustratos humanos que conforman nuestro mestizaje: mientras que un vector, el indígena, se hunde en la espina dorsal de la cordillera americana y en la región centroamericana, un segundo se fuga hacia el África, y un tercero conecta con Europa. La piel es pura geografía, canta Ruben Blades. Y eso no es decir poco. El segundo origen, mucho más preciso históricamente, se origina, por supuesto, en la fractura colonial que acontece con la Conquista el 12 de Octubre de 1492. Conquista, genocidio y encubrimiento, son las tres claves, a nuestro entender, del segundo parto de las criaturas americanas  (si dulce y respetado fue el primero, amargo y forzoso será el segundo). Ni leyenda rosa ni leyenda negra: historia desgarradora pero también repleta de pasajes y personajes luminosos. Considerando entonces que en esas dos encrucijadas históricas se delinean las condiciones fundamentales de nuestra subalternidad como americanos, sostendré una tesis a sabiendas de que podrá resultar ridícula para propios y extraños: no habrá  proceso de liberación y descolonización en América (y tampoco en la Argentina, para volver más incisivo el asunto) sin un conocimiento profundo de la varias veces milenaria historia de los pueblos originarios de África y de América. Cada patria chica, según el peso relativo de sus filiaciones culturales y sanguíneas, seguirá las huellas que le resulten más significativas[11], pero las tres raíces conservarán una importancia parejamente decisiva para la comprensión y la liberación de América como un todo unitario.

Los malos usos del mestizaje

A contrapelo de nuestra autora, que parece decretar con los clarines del mestizaje el cese de todo interés legítimo por la cuestión indígena o la cuestión racial[12]en nombre de la ya mencionada contradicción principal, creemos, como otros autores han sostenido, que las clases tienen color en América[13] (y que decir de las naciones). El árbol de nuestra dependencia nacional no alcanza a tapar el bosque de nuestro colonialismo interno[14]. Es necesario aclarar que no toda afirmación del mestizaje, en Argentina o en América, es progresiva, sino que en ocasiones ha jugado más bien el papel contrario. Es preciso rememorar que el mito del crisol de razas[15], propagado por las usinas del pensamiento liberal-oligárquico, fue también una teoría del mestizaje. Una teoría reaccionaria y paradojal, pero no por ello menos eficaz, en la que la progenie de un indio, un europeo meridional, un negro y un gaucho mestizo habría forjado, con la Generación del 80 como comadrona, un nuevo tipo racial, fundamentalmente blanco-europeo.

Y no solo hubo expoliación y genocidio: es necesario resaltar que la “fusión sexual” de la que habla Recalde, habilitada por el presunto desprejuicio racial del español frente a los encantos de las “chinas”, tuvo como componente central la violación sistemática que continuo, en los lechos, lo que el conquistador había empezado en los campos de batalla. Sin negar los arrebatos de amor de historias excepcionales, la violencia sexual sistemática de la colonización resulta irrefutable.

La historia americana es generosa a la hora de ejemplificar los usos retardatarios de las teorías del mestizaje, muchas veces impulsadas por las élites locales para generar una sector social intermedio capaz de amortiguar los impactos de una sociedad de clases racializadas: basta ver el rol que la “cholificación” ha jugado en Perú a la hora de evitar el libre desenvolvimiento de un movimiento indígena comparable, en su potencia emancipatoria, al que encontramos desde la década del 70 en Bolivia[16]. Como mencionamos al pasar en un poema reciente, los argentinos, además de los barcos, debemos reconocernos descendientes de canoas interiores: solo así podremos calibrar el peso de nuestras dos grandes corrientes de mestización e hibridación cultural: la hispano-indígena acontecida luego de la Conquista, y la del “gran aluvión” de comienzos del Siglo XX (más esparcidos en el tiempo, sin duda, los permanentes afluentes inmigratorios de las naciones limítrofes tienen también una incidencia significativa a la hora de “re-americanizar” a la Argentina). El decreto de un mestizaje “natural”, perfecto, desarrollado armónicamente, que habría arribado, según la autora[17], a un inocuo porcentaje de población originaria “pura” del orden del 5%, borronea nuestra historia, y a contrapelo de todas las evidencias y sin al menos citar una fuente, niega el genocidio perpetrado desde 1492 en toda América por los Pizarro, los Cortés y los Valdivia, y para el caso argentino el correspondiente a las campañas militares de Rosas, Victorica y Roca a la pampa-patagonia y a la región chaqueña[18]. Las mutuas irrupciones de América y Europa de las que habla Recalde no son ni simétricas ni especulares: mientras la europea se expresa en un furor genocida y etnocida, el forzado vector americano entrará en Europa en una condición servil, como fundamento material de la expansión del mundo europeo, habilitando la acumulación depredadora originaria. Y no solo hubo expoliación y genocidio: es necesario resaltar que la “fusión sexual” de la que habla Recalde, habilitada por el presunto desprejuicio racial del español frente a los encantos de las “chinas”, tuvo como componente central la violación sistemática que continuo, en los lechos, lo que el conquistador había empezado en los campos de batalla. Sin negar los arrebatos de amor de historias excepcionales, la violencia sexual sistemática de la colonización resulta irrefutable.

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Ruinas de la “Civilización de Caral” (3000-1800 a.C.)

Estas confusiones no pueden más que contribuir a “enterrar históricamente” a nuestros indígenas, convirtiéndolos en lo que la antropología crítica contemporánea ha catalogado como una “presencia ausente”[19] en la argentina, convirtiendo a “nuestros paisanos los indios” en enemigos internos de reincidentes doctrinas de la seguridad nacional o cuando mucho en extranjeros indeseados o piezas de museo exhibidas en las vitrinas dedicadas a tiempos pretéritos[20].Es imposible alumbrar una alternativa emancipatoria, de horizonte nacional-continental y fundamento popular, con las mismas fundaciones míticas del colonizador. La idea, banal, de que “no existen pueblos originarios” en tanto ninguna cultura encuentra un arraigo perenne en un territorio, es paradójicamente utilizada por una de las últimas notas programáticas escrita por los editorialistas del diario La Nación[21]. En una editorial del día 21 de Agosto, el tabloide de Bartolomé Mitre, arremetiendo contra los presuntos “usos populistas de los pueblos originarios”, cincela una y otra vez, con el mismo argumento, el barro de la memoria. Dado que ningún pueblo es duraderamente originario de ningún lugar, la propiedad comunal y ancestral de la tierra carece de todo valor. Solo la fuerza funda el derecho, por lo que el colonizador convierte, como en un pase de magia, la ley de las armas en legitimidad moral, el Rémington en Código Penal, la Conquista en gesta civilizatoria, el desierto jurídico en propiedad privada. Este ideologema, comprensible en los beneficiarios de los ingentes capitales acumulados en la Conquista del Desierto, resulta al menos llamativo en boca de Recalde, quién se sitúa en los contornos a veces difusos, pero significantes, de la tradición nacional-popular. Por nuestra parte nos declaramos tan alejados de una cierta izquierda que rinde pleitesía a los esquemas civilizatorios y liberales de Sarmiento, como de un nacionalismo roquista que cree que un Estado cimentado en la sangre de nuestros indígenas y nuestros gauchos es el único fundamento posible de nuestra nación, un mal necesario ya definitivamente consumado y carente de consecuencias. Una pobreza imaginativa se asoma detrás de estas operaciones: la incapacidad de imaginar un curso alternativo a la desgraciada historia de nuestro primer genocidio (el segundo, con las operaciones simétricas de asesinatos masivos, deportaciones, violaciones y apropiación de bebés, será mucho más cercano[22]). Roca, aún impune en las estatuas y en los billetes, no ha cesado de vencer, al decir de Walter Benjamin. Lo diremos una y mil veces: otro país era posible. Aquel que latía en germen en la gesta soberana del Paraguay del Doctor Francia y el Mariscal Solano López; en la inédita y silenciada experiencia de gobierno en Corrientes del comandante guaraní Andresito, ejecutor entusiasta del avanzado programa federal y popular artiguista; o incluso en la porosa zona de frontera del Río Salado durante el siglo XIX, en el que los aparentemente irreconciliables mundos de los “huincas” y los “pampas”, no sin conflictos, pero también con sus armonías, se solapaban[23]. El fantasma que recorre nuestro país no es ciertamente el del comunismo: es el del indio invisibilizado y residualizado, cuyo genocidio, implacable pero imperfecto, se consuma cada día un poco más con la expansión de la frontera agrícola y ahora también hidrocarburífera, mientras nosotros nos dedicamos a discutir si en 1492 o en 1879 hubo o no tal genocidio. Ciertamente, como afirma Bolívar en el epígrafe citado por la autora: “no somos indios ni europeos”, pero de ninguna manera somos equidistantes frente al drama de la Conquista y frente a la recolonización incesante de los pueblos indígenas, de las regiones periféricas o de las minorías étnicas. Somos, como Bolívar menciona tomando partido a renglón seguido, “una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”. Somos, al fin, un pueblo mestizo en el que, lejos del publicitado “crisol de razas”, las desigualdades sociales se solapan a las raciales y a las sexuales, y en donde ser pobre y blanco no es lo mismo que ser pobre y morocho, o ser pobre y mujer: ahí están las afrentas de los femicidios y de los casos de gatillo fácil, Sandra Ayala Gamboa y Luciano Arruga,[24] para zanjar el debate.

La cuestión de fondo es la pregunta por cuál será el fundamento de lo nacional en un proyecto de transición: si de proyección solo económica, de forma meramente estatal, y con asiento en una elite dirigente blanca, masculina y de clase media (como expone Mariano Moreno en su Plan de Operaciones), o si proyectará en simultáneo tareas nacionales, sociales, descolonizadoras y despatriarcalizadoras

Una tara histórica: utilizar sin liberar las fuerzas populares

En todo el texto de Recalde y en otras de sus intervenciones, hay un terror paralizante al faccionalismo y al debilitamiento de las luchas nacionales por el reconocimiento de otras contradicciones que permean a las clases populares y a su relación con las clases dominantes. Con este argumento, viejo pero evidentemente no perimido, se ha justificado la subordinación de las reivindicaciones feministas a la lucha de clases y la dilución de la lucha de clases en los horizontes de la batalla antiimperialista que habría de comandar una burguesía que siempre nos planta en el altar. Intuimos que la identificación de las múltiples dimensiones de nuestra subalternidad, lejos de dividir a un monolítico frente nacional contra el imperialismo y las oligarquías vernáculas, liberan las potencias dormidas que anidan en cuerpos y memorias marcados por siglos de opresión. Imposible no presentir esto cuanto todavía vibran los cimientos de la ciudad de Rosario, conmovida aún por un nuevo y multitudinario Encuentro Nacional de Mujeres que cuestiona las raíces de una opresión varias veces milenaria. Nos liberaremos de nuestras ataduras sexo-genéricas, raciales, nacionales y sociales todos juntos: no hay ya lugar para anacrónicos esquemas de una nunca satisfecha revolución por etapas. Y qué decir de la paranoia que ve cipayismo, complots internacionales y oscuros financiamientos imperiales en toda reivindicación parcial o sectorial que escape del eje reductor patria/antipatria. Así, las mujeres, los homosexuales, los indios o los ambientalistas, serían funcionales a una estrategia secretamente entretejida en los despachos de las embajadas extranjeras, convirtiéndose en idiotas funcionales o en socios menores de quiénes nos reducen a una condición de mera factoría.

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Fotografía de Rodolfo Kusch, filósofo indigenista radicado en Maimará

Rodolfo Kusch, un autor maldito de nuestra historia nacional, expresó alguna vez que la tara histórica de los revolucionarios de Mayo consistió en utilizar sin liberar la potencia de las clases populares. Esta perspectiva, quizás no del todo novedosa, brinda una hipótesis de interpretación histórica de una tremenda productividad. La cuestión de fondo es la pregunta por cuál será el fundamento de lo nacional en un proyecto de transición: si de proyección solo económica, de forma meramente estatal, y con asiento en una elite dirigente blanca, masculina y de clase media (como expone Mariano Moreno en su Plan de Operaciones), o si proyectará en simultáneo tareas nacionales, sociales, descolonizadoras y despatriarcalizadoras, mediante formas políticas todavía increadas, y contemplando la diversidad que expresa el sujeto histórico americano. Que quede claro que no realizamos al más radical exponente del programa de Mayo ninguna crítica extemporánea, sino que nos sorprendemos de la impotencia de ciertos exponentes de la tradición nacional, a la hora de retomar a nuestras gestas nacionales (llámese Revolución de Mayo o peronismo) como raíz y no como programa, como brújula y no como itinerario, por hacer nuestras las expresiones del amauta peruano. Mucha agua ha pasado bajo el puente y es necesario pasar revista a las armas de la crítica. Si el marxista húngaro Georg Lukács hubiese sido peronista, sin duda hubiera escrito un texto titulado “¿Qué es peronismo ortodoxo?”, y hubiera arribado a conclusiones idénticas: los heterodoxos son siempre los mejores ortodoxos, pues logran mutar preservando lo fundante, retomar el espíritu por sobre la letra, ofrecer los frutos nuevos de una vertiente histórica respetando todo lo que tiene de raizal.

Somos americanos. Somos indios y somos negros, se note en nuestra piel, en nuestra psiquis o en nuestras entrañas. Y aunque no lo fuéramos, así fuéramos impecables occidentales, rubios sin mácula, europeos en toda regla, seríamos indios por el simple hecho de que indio, pobre, negro y mujer son los nombres del oprimido, del colonizado.

Las complejas tramas de nuestra colonialidad muestran en nuestro país, para el que quiera verlas, fenómenos de colonialismo interno que debemos contemplar, incluir y religar en un proyecto emancipatorio de nuevo tipo: la cuestión indígena, y la irresuelta cuestión federal, hoy simple moneda de cambio de las élites regionales en su transacción con los poderes centrales, merecen una atención especial. La “creación heroica” de José Carlos Mariátegui no es la “tabula rasa” del empirista británico David Hume, por más que nuestra autora se las confunda. Lejos de implicar un desentendimiento histórico respecto del pasado precolombino y respecto de los avatares de la organización nacional excluyente del siglo XIX, implica la recuperación creativa y la actualización contemporánea de los mejores elementos de nuestras clases populares mestizadas. Bolivia no es Argentina, es cierto. Lo que en Bolivia se expresa como una apretada aunque heterogénea mayoría étnica y cultural, en Argentina, genocidio y extractivismo mediante, se expresa como una minoría confinada e invisibilizada. Pero si, siguiendo nuevamente una intuición de Rodolfo Kusch, logramos entrever la supervivencia histórica de lo indígena no solo en su “pureza”, sino también como un elemento insoslayable de la constitución histórica y cultural de nuestras clases populares[25], lograremos alcanzar el entendimiento de cuestiones tan centrales como nuestras resistentes pautas de comunidad y solidaridad (que ni décadas de neoliberalismo pudieron pulverizar), o la robusta religiosidad popular que vuelve inteligible nuestra devoción fanática por una figura como Eva Perón.

Al fin, mirando frontalmente al espejo del 12 de Octubre, podemos responder la incómoda y sugerente pregunta de Sarmiento que da inicio a este texto: ¿hasta dónde y desde cuándo somos lo que somos? Somos argentinos. Somos americanos. Somos indios y somos negros, se note en nuestra piel, en nuestra psiquis o en nuestras entrañas. Y aunque no lo fuéramos, así fuéramos impecables occidentales, rubios sin mácula, europeos en toda regla, seríamos indios por el simple hecho de que indio, pobre, negro y mujer son los nombres del oprimido, del colonizado. Y el 12 de octubre fue, como el 16 de septiembre de 1955 y como el 24 de marzo de 1976, la fiesta de nuestros verdugos. No brindamos frente a ella, no nos mostramos indiferentes, ni nos quedamos impávidos: rotunda y decididamente, tomamos partido.

***

[1]Cardenal, E. (1972). El estrecho dudoso. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé

[3]La nota fue publicada en la revista de la Secretaría de Prensa de AMSAFE. Disponible en: http://hernandezarregui.blogspot.com.ar/2016/09/ni-calco-ni-copia_28.html

[4] Para el caso boliviano es de referencia obligada el texto de Garcia Linera titulado “Indianismo y marxismo: el desencuentro de dos razones revolucionarias”. Disponible en Internet: http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/se/20100829023711/3-garcia.pdf

[5] Disponible en Internet: http://www.abelardoramos.com.ar/me-voy-con-menem-para-que-puedan-gobernar-los-criollos/

[6] Ramos, J. A. (2011). Historia de la nación latinoamericana. Buenos Aires: Peña Lillo y Ediciones Continente.

[7]El concepto pertenece al boliviano René Zabaleta Mercado.

[8] Martinez Sarasola, C. (1992). Nuestros paisanos los indios. Buenos Aires: Emecé Editores, pp. 26-27.

[9] Nos referimos a los tres volúmenes de “Memoria del Fuego”, en donde la historia de América comienza con un apartado titulado “Primeras voces”, en el que se recogen los mitos cosmogónicos de diversos pueblos originarios. No hay aquí distinción tajante entre mito e historia, sino más bien una continuidad compleja.

[10]Martí, J. (1977). Nuestra América. Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho.

[11] Aleccionador resulta el ejemplo de la recuperación de las raíces africanas de la “cubanidad” que propició la Revolución Cubana, o la inscripción del proceso boliviano encabezado por Evo Morales Ayma en una larga genealogía en la que la civilización de Tiahuanaco y la historia del Tawantinsuyo ocupan lugares destacados.

[12]Optamos por la idea de “raza” y no por el concepto de “etnia”, porque la inexistencia de razas humanas en tanto fenómeno biológico no niega la eficacia y la vigencia largamente probada de la racialidad como discurso ideológico.

[13]Quijano, A. (2009). “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, en: La colonialidad del saber (Edgardo Lander comp.), Caracas: El Perro y la Rana.

[14]El concepto fue utilizado originalmente por Pablo González Casanova y Rodolfo Stavenhagen.

[15] Adamovsky, E. (2012). “Fragmentos de historia popular: la gran inmigración y el mito del crisol de razas”. Disponible en Internet: http://www.marcha.org.ar/fragmentos-de-historia-popular-la-gran-inmigracion-y-el-mito-del-crisol-de-razas/

[16] Ese país que, como menciona Ramos, la oligarquía argentina decidiera mutilar de los territorios de las Provincias Unidas en lo que puede ser considerado como una de las primeras tentativas de blanqueamiento de la sociedad nacional. Es curioso que aún hoy sigamos mutilando al “Altoperú” con nuestra indiferencia frente a la desbordante creatividad teórica y política del pueblo boliviano en las últimas décadas. Pero claro, ¿de qué podrían servirnos las lecciones de un país agrario e indígena en una sociedad colonialmente autopercibida como blanca, de clase media y de filiación europea?

[17]Por otro lado, el mestizaje del que habla la autora recuerda mucho a las tesis del “parricidio” del ensayista argentino Héctor Murena, quién, como bien señala Roberto Fernández Retamar, supone “una de las claves más europeas para interpretar a América”. v. “América, Murena, Borges” en Fernández Retamar, R. (2013). Fervor de la Argentina. La Habana: Casa Editora Abril.

[18] Para un análisis detallado sobre el programa genocida de la generación roquista, véase: Viñas, D. (1983). Indios, ejército y frontera. Buenos Aires: Santiago Arcos.

[19] v. Hirsch, S. y Gordillo, G. (2010). Movilizaciones indígenas e identidades en disputa en la Argentina. Buenos Aires: La Crujía.

[20]Hace pocos días, el 10 de octubre, tuve la oportunidad de participar del acto de restitución de los restos de cuatro caciques mapuches y tehuelches que, junto a muchos otros, permanecían y permanecen en los sótanos del Museo de Ciencias Naturales de la ciudad de La Plata. Si la devolución del botín de guerra encuentra tantas resistencias, es porque al menos algunas de las dimensiones de esa campaña genocida aún tiene sus reminiscencias.

[21]Disponible en Internet: http://www.lanacion.com.ar/1930090-la-utilizacion-populista-de-los-pueblos-originarios

[22]Darío Aranda establece, impecablemente, un contrapunto entre los métodos de terror de la Conquista del Desierto y los de la última dictadura cívico-militar argentina. v. Aranda, D. (2010). Argentina originaria: genocidios, saqueos y resistencias. Buenos Aires: Lavaca

[23]v. Martinez Sarasola, C. (2012). La Argentina de los caciques. O el país que no fue. Buenos Aires: Del Nuevo Extremo.

[24]Como olvidar las palabras de Vanesa Orieta, hermana de Luciano Arruga: “¡A mi hermano lo mataron por ser negro!”

[25]Es lo que presentirá Scalabrini Ortiz en su tremendo testimonio sobre el 17 de Octubre: “Era la muchedumbre más heteróclita en la imaginación puede concebir. Los rastros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. Descendientes de meridionales europeos iban junto al rubio de trazos nórdicos y al trigueño de pelo duro en el que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún.” Scalabrini Ortiz, R. (2009). Tierra sin nada, tierra de profetas. Buenos Aires: Lancelot.

Publicado en Todos los puentes.

Sobre el autor

Lautaro Rivara

Sociólogo argentino, doctorando en Historia (CONICET) y docente universitario. Periodista y analista especializado en temas latinocaribeños. Corresponsal de Globetrotter (Independent Media Institute) y editor general de ALAI. Coordinador de los libros “El nuevo Plan Cóndor” e “Internacionalistas”.

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