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Lolita Lebrón, en las entrañas del monstruo

PorLautaro Rivara

May 20, 2020

@LautaroRivara

Una niña grita en Lares

PUERTO RICO| Hace poco más de un siglo, 101 años para ser precisos, rompía en llanto una niña recién nacida en la isla caribeña de Puerto Rico. Sería bautizada como Dolores Lebrón Sotomayor, y conocida como “Lolita” por todos sus afectos.

Como si hubiera escogido su sitio de antemano, o como si el lugar hubiera marcado ya su camino, Lolita nació en el municipio de Lares, la “ciudad del grito” como la llaman hasta el día de hoy los borinqueños. Y es que allí se produjo la insurrección armada del 23 de septiembre de 1868 que marcaría el comienzo de todas las tribulaciones, batallas y anhelos de un pueblo por una descolonización aún inconclusa.

Yares fue la prima hermana de la insurrección de Yara en Cuba, la hija de la Guerra de la Restauración en República Dominicana contra la recolonización española, la nieta de la gran gesta americana de Ayacucho, y la partera de las luchas nacionalistas en Puerto Rico. Yares marcaría un punto de inflexión en la articulación de un pensamiento y una praxis política específicamente antillana, de proyección caribeña e integración nuestroamericana.

El Caribe intentaba por ese entonces completar la magna obra de patriotas como Jean-Jacques Dessalines, José de San Martín, Juana Azurduy, José Artigas, Policarpa Salavarrieta y Simón Bolívar (entre tantos y tantas otras) y arrebatar a España sus dos últimos y preciosos enclaves coloniales de este lado del mundo: las islas de Puerto Rico y Cuba.

Los y las independentistas, paradojales internacionalistas de una patria que consideraban una, fundaban para ello de forma incesante grupos armados, logias, clubes de emigrados e incluso partidos internacionales. El dolor del exiliado, la penuria económica del migrante, y las tareas internacionalistas del revolucionario se solapaban y confundían. Las Antillas mayores, el Caribe continental y los propios EE.UU. constituían su natural teatro de operaciones.

Pero todo este fervor patriótico sería lamentablemente sofocado por la intermediación odiosa de los estadounidenses, vencedores de la guerra latino-hispano-norteamericana, quienes usurparían la libertad en ciernes de las dos antiguas colonias españolas ocupando el lugar de las anteriores metrópolis. Tras finalizar la digestión de todo el territorio mexicano engullido, estos se disponían a honrar su destino manifiesto que consistía, al decir de Simón Bolívar, en “plagar la América de miserias en nombre de la libertad”. En esa geografía, y con esa historia a cuestas, llegaría al mundo Lolita Lebrón.

En la isla al revés

El nombre Dolores refiere, en la tradición cristiana, a los siete dolores que sufrió la Virgen María desde la Pasión hasta la muerte de su hijo en la cruz. En la tradición militante, en cambio, su nombre recuerda y religa con personajes históricos de la talla de la indígena y feminista ecuatoriana Dolores Cacuango o de la comunista y también feminista española Dolores Ibárruri (la Pasionaria).

Nadie más lejos que Lolita Lebrón del paradigma de la víctima, de la virgen que sufre y espera resignada. En tanto mujer de origen humilde, con una salud precaria, jíbara (campesina), boricua y migrante, hizo de estos aspectos los puntos de fuerza de una combatiente.

Su militancia política comenzó a la temprana de edad de 18 años, cuando tuvo lugar la Masacre de Ponce (1937), en la que la policía colonial norteamericana disparó sobre una manifestación organizada en protesta por el encarcelamiento del líder nacionalista Pedro Albizu Campos. El saldo fue el asesinato de 19 personas, incluida una niña de 12 años, además de 235 heridos.

En 1941 Lolita fue a nutrir la enorme diáspora latina en Nueva York, donde debió hacer frente a trabajos precarios en la producción textil, recibiendo salarios triplemente injustos por su condición de mujer, migrante y campesina. Debió, además, hacer frente a todo tipo de prejuicios machistas, racistas y coloniales. En 1947 ingresó al Partido nacionalista en dónde rápidamente alcanzó posiciones de responsabilidad y referencia, llegando a ser nombrada delegada. Sin embargo, fue 1952 un punto de inflexión en la historia borinqueña y también, por supuesto, en la historia personal de Lolita. Ese año la larga ocupación de facto del territorio insular alcanzó un presunto estatus legal con la constitución del “Estado Libre Asociado”. Este sujetó con correa corta a Puerto Rico, validando el andamiaje colonial instaurado desde el año 1898.

Filiberto Ojeda Ríos, líder del Ejército Popular Boricua (Macheteros) hasta su asesinato en manos del FBI en 2005, sintetizó los impactos de la política “libreasosiacionista” sobre la isla: la institucionalización del mantengo (el envío de fondos federales con fines enajenantes); la utilización de Puerto Rico como territorio de experimentación militar y medicamentosa; los procesos de esterilización engañosa y forzosa a la mujer boricua; la utilización del territorio insular como una gran base militar; la imposición del servicio militar obligatorio para enviar a los jóvenes a luchar en las guerras imperialistas; la destrucción de la producción agrícola; la reducción de la economía a un mercado de consumo de productos importados; la pérdida progresiva de la lengua, la cultura y la autoestima nacional, etc.

Contra el monstruo, en las entrañas del monstruo

“¡Yo no vine a matar a nadie, yo vine a morir por Puerto Rico!”, gritó Lolita Lebrón cuando fue arrestada tras intentar tomar por asalto el Congreso Federal estadounidense en 1954. Ella comandó el operativo a la joven edad de 34 años y fue secundada por Rafael Cancel Miranda, Andrés Figueroa Cordero e Irving Flores.

El plan original, trazado por Pedro Albizu Campos, pretendía (y de hecho logró) captar la atención mundial sobre la situación del enclave colonial, e implicaba el ambicioso objetivo de tomar también el Pentágono, la Casa Blanca y la Corte Federal, todos los símbolos del poder político y militar norteamericano. “Allí nacieron todas las leyes que nos someten. Iba dispuesta morir”, explicó Lebrón en una entrevista otorgada en 1998. Se trataba, en suma, de atacar al monstruo desde sus entrañas.

A la hora señalada, desde el piso superior del recinto parlamentario, Lolita extendió la bandera de la estrella solitaria, disparó al techo y gritó: “¡Viva Puerto Rico libre”. Allí el grupo abrió fuego disparando una treintena de balas e hiriendo a cinco congresistas, en un hecho de una osadía inédita que impactó vivamente a la opinión pública norteamericana y mundial.

Toda revolución y todo revolucionario es intrínsecamente historicista: es por eso que la fecha elegida para el asalto fue el 1° de marzo, dado que fue ese mismo día del año 1917 que los EE.UU. impusieron la ciudadanía norteamericana en Puerto Rico, ávidos como estaban de reclutar soldados que como carne de cañón irían a morir en una guerra extraña.

Sobre Lolita y los otros militantes cayó todo el peso del andamiaje jurídico neocolonial. Fueron sentenciados a pena de muerte, pero el presidente Harry Truman conmutó la sentencia por una de cadena perpetua, destinándolos a pasar una vida miserable en diferentes prisiones federales. Lolita, fue encarcelada en un penal en Alderson, en el Estado de Virginia Occidental. Sin embargo, ungida como heroína de la causa independentista boricua, luego de pasar 25 años en la cárcel, fue liberada en 1979, indultada por el presidente Jimmy Carter junto con varios otros nacionalistas.

A pocas horas del ataque que llevó la guerra al corazón del más grande exportador de guerra del mundo, Lolita declaró, dando por zanjado todo debate: “Soy una revolucionaria”.

Infatigable, dedicó su vida entera a la causa independentista, y reivindicó por siempre el acto armado como último recurso de los pueblos. Es habitual ver excombatientes convertidos en pragmáticos sin sangre, a otrora revolucionarios volcados a la resignación y el cinismo, a quiénes justifican en las glorias pasadas las claudicaciones del presente. En ese marco su figura sobresale doblemente.

Con una extraña coherencia que duró lo que su corazón porfiado, la joven osada del ’54 se convirtió en una anciana aguerrida, experimentada e impaciente. Tanto es así que, en el año 2001, en un acto de flagrante desobediencia civil, entró en una zona militar de la Marina de Guerra norteamericana en la isla de Vieques -una especie de Guantánamo borinqueña-. La veterana de mil batallas, con 82 años para ese entonces, volvió a las cárceles nuevamente, pero está vez sólo por 60 días.

Finalmente falleció el 1° de agosto del 2010 en San Juan a causa de dificultades cardiopulmonares que arrastró toda su vida.

“En ese rayo de tierra que atravieso”

Un nombre de mujer irrumpe la sucesión masculina del procerato oficial puertorriqueño, y el nombre de Lolita Lebrón se hace su sitio junto a los de Ramón Emerio Betances, Eugenio María de Hostos, Pedro Albizu Campos, Juan Antonio Correjter Montes y Filiberto Ojeda Ríos. Y a la vez que se impone por mérito propio, acompaña y resalta también a aquellos otros legados femeninos desconocidos en Nuestra América, como los de Isabel Rosado Morales y Carmen María Pérez González, en una historia que es preciso hacer, pero también leer, a contrapelo.

Cuenta la leyenda que el hemiciclo del Capitolio de los EE.UU. aún guarda un orificio de bala en la tarima en la que presentan sus discursos remañidos los republicanos, haciendo sonar sus tambores de guerra en la presunta salvaguarda de la seguridad y la democracia internacionales. La bala habría quedado incrustada en el mármol, así como Lolita Lebrón en la memoria y la historia grande de la causa obrera, independentista, feminista, caribeña y latinoamericana.

Sobre el autor

Lautaro Rivara

Sociólogo argentino, doctorando en Historia (CONICET) y docente universitario. Periodista y analista especializado en temas latinocaribeños. Corresponsal de Globetrotter (Independent Media Institute) y editor general de ALAI. Coordinador de los libros “El nuevo Plan Cóndor” e “Internacionalistas”.

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