• marzo 29, 2024 2:56 am

«Descolonizar Rusia»

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PorDiego Sequera

Oct 6, 2022

El pasado 23 de junio en Washington (y vía Zoom) se dio un debate centrado en el tema que le da título a esta nota y a la conferencia en sí.

El anfitrión, la Comisión para la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE) o la Comisión de Helsinki, es, según dice su propia página, una agencia independiente del gobierno federal de los Estados Unidos creada en 1976 en el marco del Acta Final de Helsinki, la oficialización de las discusiones y compromisos que se llevaron a cabo en el Consejo sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, el concilio internacional que dio paso a la creación de la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (la OSCE), que se encargó de delinear una serie de acuerdos en materia de inviolabilidad de fronteras, cooperación entre los países de la región, la promoción y defensa de los derechos humanos y el clásico etcétera de estas enumeraciones.

Como se ve, se trata de otro organismo y una serie de declaraciones creadas en el marco del mundo bipolar y la Guerra Fría del siglo pasado. No obstante, el CSCE sigue existiendo y, según sus objetivos, se encarga de monitorear, elaborar y establecer políticas para las distintas instancias del gobierno federal de los Estados Unidos respecto a Europa.

La comisión está compuesta por nueve senadores, nueve congresistas y un representante de los departamentos de Estado, Defensa y Comercio. La perspectiva del CSCE «a veces se hace evidente en el trabajo de política exterior» de estas instancias legislativas y ejecutivas, codificado en leyes o decisiones. Actualmente es presidida por el senador Ben Cardin (Demócrata) y su co-presidente es el congresista Stephen Cohen (también Demócrata). Cardin, algunos lo recordarán, fue promotor y otro signatario activo del régimen de medidas coercitivas unilaterales (las «sanciones») contra Venezuela. Por lo que esta descripción nos puede ahorrar bastante camino respecto a la naturaleza y espíritu actual del CSCE, y cómo podemos ir entendiendo eso de «descolonizar a Rusia».

Si lo dicho más arriba no es suficiente, también está lo que dice al principio de la reseña del evento:

«La guerra barbárica de Rusia contra Ucrania -y antes de eso contra Siria, Libia, Georgia y Chechenia- ha expuesto ante todo el mundo el carácter agresivamente imperial de la Federación Rusa. Esta agresión también está catalizando una conversación por mucho tiempo postergada sobre el imperio interior de Rusia, producto del dominio de Moscú sobre las numerosas naciones indígenas no-rusas, y el alcance brutal mediante el cual el Kremlin ha alcanzado para suprimir sus auto-expresiones y sus auto-determinaciones».

Por supuesto, el panel termina de encuadrar el contexto, y es tan predecible como tedioso, puesto que está compuesto por «cuatro mujeres y un hombre, de los cuales todos han circulado a través del complejo oenegero del cambio de régimen, bien sea el International Crisis Group, Radio Europa Libre / Radio Libertad, el German Marshall Fund, el pulpo de Soros y así», retrata Niccolo Soldo. «Las típicas ‘criaturas del pantano’ que se lucran con la miseria de aquellos que Estados Unidos convierte en objetivos para el cambio de régimen. Sus perspectivas siempre coinciden con las políticas del Departamento de Estado, más allá de cómo acomoden sus palabras. Mera coincidencia, por supuesto».

Como también es pura casualidad lo que por una espesa hora y media este grupo de «testigos» (Fatima Tlis, Botakoz Kassymbekova, Erica Marat, Hanna Hopko y Casey Michel) desarrollan con sus súper innovadoras tesis, sobre la base de que Rusia nunca dejó de ser un imperio y que las repúblicas que componen a la Federación son colonias oprimidas que necesitan ser liberadas para, de una vez por todas, salir aquí, en el Occidente colectivo (dirían los rusos), de ese problema sin control que es el régimen de Moscú, revigorizado estos años por el zar estalinista (nunca queda claro cuál de los dos) Vladímir Putin, sus secuaces políticos, sus oligarcas y, en general, todo aquello que provenga de esa geografía.

Una lista de lo conversado (el panel armónicamente está de acuerdo en todo) se vería más o menos así:

  • Estados Unidos cometió un error al no avanzar lo suficiente en la desintegración territorial de la Unión Soviética y hoy estamos viendo sus resultados.
  • Siempre fue falsa «la narrativa» con la que la Unión Soviética se presentaba como la fuerza socialista, equivalente a liberación, de cara al Tercer Mundo y en oposición al neocolonialismo norteamericano y europeo.
  • Occidente (así denominaban a Europa y Estados Unidos los panelistas) debe apoyar a las distintas sociedades civiles dentro de la Federación y fuera de ella, en el espacio post-soviético, donde se hace necesario sacar del centro de influencia a Moscú.
  • La guerra en Ucrania es una de agresión perpetrada por Rusia en su proceso de restitución de la Unión Soviética/impero zarista (según quién lo diga) y nada de lo que haga ahí es inferior a crímenes de guerra y genocidio.
  • Que Asia Central y Europa del Este están atravesando un despertar decolonial, y urge apoyar a las sociedades civiles ahí y en las distintas repúblicas dentro de la Federación Rusa.
  • Que es un grave error no hacerlo e ignorar, dentro de Rusia, a los distintos movimientos de «federalismo democrático», «anti-colonialistas, pro-soberanía o antimperialistas» en el «último imperio europeo que nunca pasó por un proceso de descolonización» (sic), algo que, sostienen, es ahora inminente como consecuencia de la operación militar especial en Ucrania, puesto que la recesión económica está a la vuelta de la esquina junto a la derrota militar, afirman al unísono.
  • Por todo lo anterior, el gobierno de los Estados Unidos debería comenzar a producir legislación en ese sentido para «no cometer el mismo error» que en 1991 y, ahora sí, deshacerse de una buena vez de esa «cárcel de pueblos». Se trata de un imperativo moral porque, de lo contrario, volveremos a estar en este mismo punto de la historia más adelante.

Pareciera que volver a reseñar lo que siempre, absolutamente siempre, se dice en estos concilios dentro de la lavadora perpetua del Washington Oficial termina siendo una pérdida de tiempo y de centimetraje, hasta que ponemos en consideración el elemento clave e inconfesado durante el briefing de la comisión: la única forma de resolver este «problema» es a través de la disolución territorial de la Federación.

Leer en voz alta la letra pequeña

No se ha escuchado de voz oficial en la Casa Blanca alguna declaración en torno a la balcanización, pero el evento en el CSCE lo eleva a un plano semi-oficial. El congresista Cohen, vice de la comisión, estuvo presente y dijo lo suyo (lo mismo) en sus breves minutos de participación.

Con la pulsión histérica de cancelación física y espiritual de todo lo relacionado con el mundo ruso en este 2022, la idea de una Rusia decolonizada y fragmentada territorialmente como una tarea maestra de Occidente ha ido cobrando fuerza y foco. De expulsar directores de orquesta a proscribir a Dostyevski, de ucranizar un cuadro de Degas a quitarle el apellido a la ensalada, el meme que esto representa, costumbre liberal, viene acompañado de un deseo de supresión física, real, concreto y material. Nada de esto debe doler porque la población de ese (vasto) territorio sencillamente es subhumana.

A la par del intercambio público en la Comisión de Helsinki, las apariciones más recurrentes en redes y medios transatlánticos mainstream va en ascenso. Se pueden encontrar diferencias en cómo se imaginan un presunto mapa de una partición rusa, pero las premisas del por qué ocurriría persisten.

No importa si provenga de algún «pensador» otanistoide de Europa oriental o lo publiquen el Washington Post o The Atlantic en el centro del poder del Washington Oficial, la balcanización «decolonial» es una consecuencia lógica, automática y garantizada producto del imperialismo irredentista, la tensión entre las distintas regiones contra Moscú (étnicas, económicas), las políticas de «rusificación», el desplome del país consecuencia tanto de las «sanciones» como de la inminente derrota militar rusa.

Worried about inflation? Help Ukraine win ASAP

— Paul Massaro (@apmassaro3) July 5, 2022

Pero antes de ocuparnos de la disonancia estridente de estos puntos respecto a la realidad concreta del hoy en día -estas líneas se escriben cuando Lugansk declara su liberación-, las nociones de Rusia como «cárcel de pueblos» y como un imperio bajo la dominación sub-humana eslava que debe descolonizarse sonarán novedosas para algunas personas.

Pero no lo son, y tienen una matriz tradicional bastante específica, al menos en la versión básica que esgrime el «Occidente colectivo», independientemente de sus actualizaciones o variaciones.

La mala semilla

La «raza» ucraniana debía ser protegida «de la visión comunista, contra el internacionalismo y el capitalismo, y contra todas las ideas y estructuras que debilitan las fuerzas vitales de la nación». La «revolución nacional ucraniana» buscaría construir un estado que luchará «por la destrucción de la esclavitud, por la decadencia de Moscú, prisión de naciones; por el decaimiento de todo el sistema comunista», dice el comunicado con el que la facción de Stepan Bandera de la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN-B), entre otras resoluciones, oficializaba su lanzamiento en 1939 (Rossolínki-Liebe; 2014, p.162).

Valga la digresión resumida de una historia mucho más larga y compleja.

La Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN, por sus siglas en ucraniano y como es convencionalmente conocida) fue una de varias formaciones políticas que se conformaron en el período de entreguerras del siglo XX, en el marco del complejo proceso de modificación de fronteras en Europa entre la primera y la segunda Guerra Mundial. Pero fue, sin duda, la más radical y agresiva. Cultivada en los años 1930 por Alemania y el Reino Unido, se encontraba entre las primeras en predicar integristas, ultranacionalistas y antijudías extremas en toda Europa. No solo apoyó irrestrictamente a Hitler, sino que trató de ajustarse ideológicamente al canon nacional-socialista.

La facción de Bandera, la OUN-B, compuesta por la nueva generación más beligerante, se escindía de la original, liderada por Andrej Melnyk, y se oficializó casi en paralelo a la invasión alemana de Polonia en 1939. La única diferencia era de método, la OUN-B promoviendo la acción violenta directa por encima del reacomodo político y la «paciencia estratégica» de la OUN-M, la de Melnyk. En lo demás, compartían el furor anti-ruso de los alemanes, creerían junto a Hitler que la Unión Soviética -gobernada por judíos y eslavos salvajes- colapsaría inmediatamente frente a una ofensiva militar del Reich, y se consideraban racialmente aparte (y por encima) de otros eslavos, sean rusos o polacos, comunistas o gitanos.

Lo componían esencialmente ucranianos occidentales (Galicia, Volinia). Con la invasión a Polonia, en medio del caos, consideraron propicia la oportunidad para «limpiar» de judíos y soviéticos las zonas bajo ocupación.

Un ejemplo:

«Entre 1941 y 1944, fueron aniquilados por los alemanes, con la ayuda de la policía ucraniana y población local, la OUN y la UPA [el brazo armado de la OUN], casi la totalidad de los judíos de Ucrania occidental. En junio de 1941, antes de que los alemanes invadieran la Unión Soviética, alrededor de 250 mil judíos vivían en Volinia y casi 570 mil en Galicia oriental (Distrikt Galizien). De estos, alrededor del 1.5 por ciento sobrevivieron a la ocupación alemana de Volynia, y apenas de dos a tres por ciento en Galicia oriental» (Rossolinki-Liebe; 2014, p.256).

Fueron actores de primera línea en lo que se llamó el «holocausto de las balas» de 1939 a 1941. Con la Operación Barbarroja, la invasión alemana de la Unión Soviética en el verano de 1941, de distintas formas y momentos se incorporaron a las diferentes «iniciativas» que requerían apoyo de la población colaboracionista local. Bien sea en las formaciones de la Wermacht (el ejército) en los batallones Naghtingall o Roland, como policías de la ocupación o como números de los Einzatsgruppen: las unidades móviles paramilitares de la SS que operaban en la retaguardia del avance alemán «limpiando la zona» de partisanos, judíos u otra clase de colaboradores, o como unidades de mayor calado de la Waffen-SS, como el Batallón Galicia.

En aquellos tiempos, judíos y bolcheviques eran casi sinónimos, y por lo tanto el exterminio de ambos justificable y necesario. «El judío mismo no es elemento de organización, sino fermento de descomposición. El coloso del Este está maduro para el derrumbamiento. Y el fin de la dominación judaica en Rusia será, al mismo tiempo, el fin de Rusia como Estado. Estamos predestinados a ser testigos de una catástrofe que constituirá la prueba más formidable para la verdad de nuestra teoría racista», escribía Hitler en Mi lucha (p.289, 1923).

La invasión alemana, además de tener ese carácter colonial y «civilizatorio», tenía el económico y existencial: la construcción del espacio vital, el Lebensraum, la expansión que permitiría darle una base material al pangermanismo del «Reich de los mil años». Esto implicó distintos esfuerzos reflexivos sobre el qué hacer, el cómo llevar la doctrina nazi de la promesa al ejercicio efectivo. En tal sentido, en la cuestión geográfica tenía un peso intelectual importante el Ministerio para los Territorios Ocupados del Este (el Ostministerium) que Hitler creó para desarrollar el Plan General del Este y que puso bajo la tutela de Alfred Rosenberg, el «filósofo» del nazismo juzgado y ejecutado en Nuremberg en 1946.

Para los nacional-socialistas, la cuestión territorial soviética también era un problema. Más allá del petróleo del Cáucaso y los suelos arables de Ucrania (la joya de la corona del Lebensraum), el Ostministerium también empleó el tropo de la «cárcel de pueblos» con motivos propagandísticos: el Tercer Reich venía a liberar a pueblos oprimidos por el imperio eslavo.

Los distintos «planes para el este» fueron variando según la situación y el choque de intereses entre el ministerio para el este, el ejército alemán, la SS y el propio Hitler.

Conviene mencionar que la resistencia armada en Ucrania, Bielorrusia y otros países bajo ocupación también fue un factor objetivo que condujo a la Conferencia de Wannsee y la formulación de una «solución final» al problema judío (Mayer, 1998). Esto hizo en contrapartida que se redoblaran en otras iniciativas que apuntaran a la fragmentación territorial agitando la carta étnica.

En esto Gehrard Von Mende, funcionario del Ostministerium de Rosenberg encargado de la División del Cáucaso dentro del ministerio, tuvo un papel destacado en la creación de formaciones militares compuestas por caucásicos, tártaros, u otros pueblos musulmanes del Asia Central. También fue en ocasiones el enlace entre los alemanes y los nacionalistas ucranianos (Rossolinki-Liebe; 2014).

Esta idea contrapunteaba con la de que una Unión Soviética balcanizada en distintas unidades étnicas podía resolver el problema de la oposición político-militar y hacerlo más controlable. De este modo se fueron concibiendo -con bases políticas e históricas cuestionables- los proyectos de balcanización. Cobró forma una partición de donde se levantarían otros países: Siberia, el Cáucaso, Turkestán, la Unidad escandinava-Mar Negro, Karelia Libre, los países bálticos, Rutenia blanca, Cosakia y el Idel-Ural.

En los años finales de la guerra, en retirada la maquinaria de guerra nazi de la Unión Soviética y Europa Oriental, las fuerzas colaboracionistas cada vez más en desbandada cuando no eran detenidos por agentes del NKVD o el Ejército Rojo, buscaron santuario en los campos de refugiados controlados por Estados Unidos o Inglaterra. Derrotado el Tercer Reich, muchos oficiales y funcionarios del ejército y de la SS encontraron protección de la mano de facciones dentro del gobierno de los Estados Unidos, Inglaterra, Canadá y Alemania occidental.

Con la Guerra Fría en ciernes comenzaba otro capítulo donde quizás muchos de los principales exponentes del nazismo habían muerto o fueron juzgados en Nuremberg, mientras otros se incorporaron a los distintos planes científicos, de inteligencia o militares en la década siguiente, y de ahí en adelante en Washington, Londres, Toronto o Bonn.

Si en Nuremberg parte de los líderes del nazismo fueron juzgados, los colaboracionistas (abiertamente fascistas) croatas, bálticos, rumanos, húngaros, ucranianos o bielorrusos no corrieron con esa suerte, y sus ideas combinadas con el cuerpo conceptual nazi sobrevivieron con ellos con poca dificultad, o bien abierta y legalmente o bien de incógnito en países sudamericanos o naciones bajo control supremacista blanco en África, como Rodesia o Suráfrica.

Es así cómo personajes como Yaroslav Stetsko, Nycola Lebed o Roman Surkyevitch (todos líderes de la OUN-B) encontraron ser de utilidad en la nueva batalla transatlántica contra la Unión Soviética. Von Mende también sobrevivió bajo el amparo de la recién fundada CIA (Simpson, 1988).

En la primera hora de la Guerra Fría en los 1950, en Estados Unidos e Inglaterra estaba en boga la doctrina del «liberacionismo» como la vía para sostener el conflicto dentro del espacio soviético: debían ser los bálticos, los ucranianos, los bielorrusos o los grupos residuales de rusos que se sumaron al esfuerzo nazi (como el NTS o el Ejército Ruso de Liberación del general Vlásov) los encargados de liberarse del yugo, mientras que las potencias occidentales apoyarían dicho esfuerzo logística (con un voluminoso financiamiento) y militarmente (entrenamiento, dotación de armamento, inteligencia). Algo similar también ocurriría en el frente político, propagandístico, académico y cultural.

La fiebre «liberacionista» con los distintos esfuerzos de infiltrar a activistas tras las líneas enemigas (en la Unión Soviética y Europa Oriental) se desinfló con el fracaso del alzamiento de Hungría en 1956. Ejecutando esa idea se encontraban figuras como los hermanos Dulles (desde la CIA y el Departamento de Estado), el propio George Kennan encargado del programa de infiltraciones, y la Organización Gehlen, bajo la dirección del exgeneral Reinhard Gehlen, el jefe de inteligencia militar en el este de Europa y la Unión Soviética, ahora convertido en aliado y fundador del servicio de inteligencia de Alemania occidental, el BND.

Pero si en esa primera hora de la Guerra Fría los distintos esfuerzos de carácter clandestino y militar fracasaron (la abrumadora mayoría de estas iniciativas fueron desmanteladas por la KGB), no fue igual con la «batalla de las ideas».

Surkyevich (tan reivindicado en Ucrania hoy en día como Stepan Bandera) murió alzado en armas en algún rincón de la Transcarpatia (Bandera muere asesinado por un agente de la KGB en 1956), pero Stetsko comienza a alcanzar prominencia con formaciones-lobby como el Bloque de Naciones Antibolcheviques (BNA).

El BNA, que en principio concentraba a fascistas croatas, rumanos, húngaros, bálticos y bielorrusos, estaba bajo el firme control de los ucranianos (todos de la OUN-B) ahora residentes en Estados Unidos, Canadá, Inglaterra y Alemania occidental; gozando de un acceso irrestricto a los círculos anticomunistas occidentales, en muchas entidades gubernamentales.

De hecho, el BNA fue uno de los fundadores centrales de la Liga Anticomunista Mundial (LAM) y fue el inaugurador de la Semana de Naciones Cautivas del Congreso de los Estados Unidos, manteniendo vivo el concepto de Rusia como «cárcel de pueblos» y la balcanización territorial. A través de la LAM, de hecho, figuras como Stestko les daban continuidad a las ideas nazis y podían sostener falacias académicas que luego se insertaban dentro del circuito de propaganda anticomunista, como el Holodomor, la supuesta hambruna planificada contra la población ucraniana durante los años 1930.

(Spoiler: la gran hambruna fue un hecho histórico indiscutible producto sin lugar a dudas de una combinación de malas decisiones en materia de planificación, sequía, enfermedades vegetales e infestación de plagas, afectando dos años consecutivos de cosecha.

No solo afectó a Ucrania, sino también a Siberia Occidental, Kazajistán y el Volga. Cualquier estudio serio lo puede confirmar, poniendo en serias dudas la idea de un genocidio organizado para disciplinar a la población nacionalista de Ucrania.

El uso y abuso de dicho concepto cuasi mitológico ofrece la base para establecer las falsas equivalencias entre Stalin y Hitler y reducir la atención sobre las acciones conscientes y voluntarias de los ultranacionalistas ucranianos en los holocaustos judío y gitano, y su papel colaboracionista en la guerra en general.

En 1986, Jon y Scott Lee Anderson escribieron que con el nacimiento de la LAM «llegó a existir una red mundial del fascismo. Hoy en día [1986], las convenciones de la Liga facilitan la oportunidad para que la vieja guardia de criminales de guerra se encontrara, aconsejara y apoyara a los fascistas guardia nueva. De este modo, un hombre como [el Guardia de Hierro rumano] Chirila Ciuntu, que ayudó a masacrar a ‘judíos-comunistas’ hace cuarenta y cinco años atrás se pueda sentar en el mismo salón con un fascista italiano que mataba ‘rojos’ hace diez y con un salvadoreño matando ‘subversivos’ hoy en día» (Anderson; 1986, p.45).

Los hermanos Anderson publicaron su libro, Dentro de la Liga, en pleno furor anticomunista de la era Reagan. De hecho, Stetsko y el para entonces presidente estadounidense llegaron a encontrarse públicamente, con un Reagan conmovido diciéndole al ucraniano que «su sueño es nuestro sueño, su esperanza nuestra esperanza».

Con la caída, unos años después, de la Unión Soviética, con sus agitados y turbulentos eventos, los expertos decoloniales de hoy nos recuerdan cómo la idea de desmantelar la «cárcel de pueblos» rusa no alcanzó su punto máximo con figuras como George Bush padre oponiéndose, aunque, ya para ese momento, su secretario de Defensa, un tal Dick Cheney, esgrimía la «propuesta» del desmembramiento total: los promotores de la «descolonización» rusa del espectro liberal hoy se dan la mano con la figura neoconservadora que más poder ha alcanzado en la historia reciente, sobre un fondo conceptual nazi.

A la independencia ucraniana le acompañaron a partir de los 2000 el proceso de rehabilitación de los fascistas ucranianos y sus ideas, primero con la Revolución Naranja de 2004 y, luego, diez años después, alcanzando poder y apogeo con el Maidán, en 2014… y ya sabemos qué vino después.

En enero de 2022 (un mes antes de la guerra en Ucrania), Moss Robeson, investigador que le ha seguido los pasos a la OUN-B en sus distintas organizaciones fachadas en Estados Unidos y Canadá, se preguntaba si habría un retorno del BNA, más allá del estado deprimente de la «Semana de Naciones Cautivas» (que en una de sus últimas ediciones contó con la presencia de Carlos Vecchio y Luis Almagro), señalando a los grupos del exilio ucraniano que se solapan entre sí y que siguen asumiéndose como custodios de la doctrina del OUN-B.

Robeson apuntaba que formaciones como el Congreso Mundial Ucraniano, el Consejo Internacional en Apoyo a Ucrania, el Instituto Ucraniano para la Memoria Nacional o el Centro Stepan Bandera para el Resurgimiento Nacional continúan discutiendo y estableciendo distintos programas de estudio o círculos de discusiones que llegan a alcanzar hasta escuelas en distritos de mayoría ucraniana en ciudades como Toronto, y que armonizan también con los distintos «centros culturales» que «florecieron» en Kiev y otras ciudades de Ucrania luego del Maidán.

Para ir redondeando con el punto de partida de esta nota, conviene destacar que una persona muy activa dentro de esos círculos y redes, en el propio ciclo Maidán, luego en el parlamento ucraniano y ahora como «académica» es Hanna Hopko, una de las panelistas del evento de la Comisión de Helsinki del 23 de junio.

Como demuestra este apretado recorrido, es dentro de este marco conceptual que se debe entender el discurso de la disolución territorial de la Federación Rusa, ahora, años después de ser patrimonio nazi, empaquetado con argot decolonial y todas las señas liberales de lo políticamente correcto.

La aplicación actualizada o el dialecto del poder

El (renovado) discurso de la disolución rusa bajo un nuevo branding y una estetización woke obviamente apunta a los lugares desde donde se enuncia: el corretaje del complejo militar-industrial-congresional-inteligencia-medios-academia-think tanks (MICIMATT, en inglés), según la formulación del exagente de la CIA Ray McGovern.

El lenguaje inclusivo y sus categorías en oposición a los imponderables de la humanidad, su instrumentalización cínica y corporativa en el mundo de hoy en día, no importa su grado de elaboración y abstracción, tiene a su credibilidad apuntando al estado de desnudez en donde se encuentra la crisis de imaginación política de este momento, favoreciendo las pulsiones morales y emocionales por sobre los datos concretos.

En el trastorno y en el uso y abuso de este constructo que hoy en día permea a la clase profesional globalizada en oposición a las pulsiones históricas en Occidente, en las clases bajas y en los países que padecemos el diálogo Norte-Sur se hace más chillona la estridencia.

El desequilibrio entre esas agendas y cómo ha chocado para justificar las peores expediciones de cambio de régimen de las últimas décadas, sea Libia, Siria o Bolivia -por poner casos-, han venido acompañados de forma casi irrestricta de esas justificaciones, que de paso en geografías como la del país donde yo vivo es más lo que oscurecen a lo que aclaran, puesto que es, se dijo ya, un discurso de la clase profesional cada vez más globalizada en desmedro de los estratos «inferiores» del comercio y la economía, de paso quienes son juzgados por rechazar o no entender esos galimatías de las ciencias sociales, las universidades californianas y la deriva hereditaria de la llamada nueva izquierda.

Porque ahora las mayores amplificaciones y las que importan se hacen desde instancias como la Comisión de Helsinki, con artículos y prendas humanas del ciclo de la lavadora del sentido común de esa parte del mundo. Y esto es porque ese lenguaje no es ni siquiera «apropiación» de un sistema de conceptos exitoso; fue y ha sido producido y moldeado por las mismas agencias de siempre, con los mismos propósitos de siempre.

Es el nuevo dialecto del poder, recubre con ese manto discursivo con el carácter moral de proponer dicha misión y, según creen, «movilizar» efectivamente a los suyos rumbo a esa legitimidad. Más aún cuando en el otro lado de ese relato sentimental se encuentran designados por la OTAN Rusia como principal «adversario» y China como «un reto a la seguridad», y aspirado paso siguiente en su cruzada contra la apuesta euroasiática. El empaque bonitista de la «descolonización» encubre acciones de guerra híbrida y decisiones geopolíticas duras.

De una u otra forma, más con una administración Demócrata en la Casa Blanca y sus expresiones europeas, este ciertamente es el lenguaje del liberalismo que tantos apuntan a su crisis, y la agencia por excelencia del liberalismo aristocrático primero y el actual liberalismo woke y deconstruido es la CIA, que lejos de los asesinatos selectivos o el entrenamiento de grupos de exterminio, en sus pasillos asépticos, este es el lenguaje que habla por un lado, y por el otro sostiene como punta de lanza ese orden de las cosas.

Es de Stalin aquello de que el liberalismo es el ala moderada del fascismo, y el evento de la Comisión de Helsinki trae ambos extremos del mismo «partido» (para seguir con Stalin), promoviendo por un lado esa tradición y por el otro, con el mismo fin, su sistema lingüístico actualizado.

Pareciera simulacro, pero en este punto también pareciese que lo comentado por Niccolo Saldo es más que una especulación: es algo que por igual todos esos hablantes y los aparatos que promueven su «discusión» no fingen, sino que de verdad se lo creen.

Lo que nos lleva, ahora, al meme de vivir más de la narrativa que desde la verdad fea, dura y concreta de esta hora en el mundo y de su zeitgeist. Porque todos y cada uno de los presupuestos consensuados sobre por qué «ha llegado el momento» de balcanizar a Rusia como algo real y pronto a pasar, choca directamente con las noticias recientes en el campo de batalla que, en un cerebro un poco menos atrofiado por el sentido de realidad de la puerta giratoria y la burbuja de «la narrativa», debería postergar, si no las ideas como esas en sí, al menos los elementos para examinarlas.

Elementos para tener en cuenta, sobre todo si comienza a aparecer en el cartel atlántico de los medios, nuevos «conflictos» o movilizaciones de colores en el espacio post-soviético o dentro de la propia Federación Rusa.

Publicado en Misión Verdad.


Bibliografía consultada

  • Anderson, Jon Lee y Scott. Inside the League: The Shocking Exposé of How Terrorists, Nazis, and Latin American Death Squads Have Infiltrated the World Anti-Communist League. Dodd, Mead & Company, 1986.
  • Hitler, Adolf. Mi lucha. Editorial Titivus, traducción de Alberto Saldívar. Edición digital, 1923.
  • Mayer, Arno. Why the Heavens not Darken: The «Final Solution» in History. Pantheon Books. New York, 1988.
  • Rossolínki-Liebe, Grzegorz. Stepan Bandera. The life and afterlife of the Ukrainian Nationalist Fascism, Genocide and Cult. Ibidem. Stuttgart, 2014.
  • Simpson, Christopher. Blowback: The First Full Account of America’s Recruitment of Nazis and Its Disastrous Effect on the Cold War, Our Domestic and Foreign Policy. Open Road Integrated Media. Nueva York, 1989.

Sobre el autor

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Diego Sequera

Diego Sequera es licenciado en Letras, periodista, traductor y analista político. Co-fundador del grupo de investigación Misión Verdad donde actualmente es investigador y columnista, colaborador de The Grayzone. Ha realizado trabajos en el ámbito editorial, del cine documental y de crítica cultural.

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