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Venezuela, Estados Unidos y la Región

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PorDiego Sequera

Oct 18, 2022

Luego de que con la llegada de Biden a la Casa Blanca las relaciones Venezuela y Estados Unidos parecían relegadas a un letargo pasivo-agresivo, ahora con el telón de fondo del gran desorden global, ¿qué puede desprenderse de los distintos eventos, acciones y decisiones en la materia, con su respectiva extensión regional, que pudieran estar cobrando forma?

Una enumeración tan caótica como el panorama tal vez pudiera aproximar algunas ideas con algo de forma.

1. Medio término y ansiedad

Inflación y precio del combustible; desigualdad obscena y creciente; Demócratas declarando movilización general tras el fallo de la Corte Suprema en contra de Roe vs. Wade (la ley federal que hace legal la interrupción del embarazo), (al menos parte de) los Republicanos llamando a las armas tras el allanamiento del FBI al resort personal de Donald Trump en Florida; todos contra Vladímir Putin; las guerras migratorias (fronteras abiertas versus el muro); la democracia amenazada por el supremacismo blanco MAGA, reaccionario, retrógrado o la dictadura trans, migratoria, contra al privilegio blanco, etc., todo empaquetado por las presuntas «guerras culturales» de ambos bandos donde todo se torna existencial, y sale a relucir como un aparente combate entre el bien y el mal, según el bando que se elija.

La metáfora habitual es comparar la campaña electoral como una carrera de caballos, a todos los ciclos electorales de este tipo, pero en este caso, como diría un comentarista, una que «se parece más a una carrera fabricada en la que cada caballo está en betametasona y la carrera está por su cuarta billonésima vuelta».

Según el monitor AdImpact, en este ciclo de campaña hasta finales de septiembre ambos bandos se han gastado 6.4 mil millones de dólares en publicidad para todos los puestos en todos los niveles de la contienda (gubernaturas, congreso, senado y locales) en televisión, radio y avisos digitales. Se estima que para el día de las elecciones, en noviembre, la cifra se elevará a 9.7 mil millones, superando las jornadas electorales de 2018 (también de medio término) y 2020 (presidenciales).

Este ambiente recargado, saturado de spots políticos en torno a un número específico de tópicos, ya dice muchas cosas sobre la urgencia y la necesidad de mantener un estado de tensión y atención, volviendo a instalar la etiqueta de «las elecciones más importantes de nuestras vidas».

Ese ambiente de aparente movilización extrema, donde se pretende instalar el carácter decisivo de la jornada del sufragio del 8 de noviembre, en muy poco obedece a las necesidades o problemas que aquejan al votante promedio, independientemente de la elección y el estado donde viva.

El caldo de cultivo narrativo habilita la posibilidad de que los actores políticos empleen cualquier cantidad de elementos performativos que vuelquen la atención en las ondas televisivas o los bits en redes sociales para poner presuntos puntos sobre presuntas íes.

Un ejemplo, enviar vuelos o autobuses repletos de migrantes latinos desde estados receptores (Florida, Texas) al corazón emblemático de estados Demócratas como un cargamento de venezolanos de la Florida a la isla de Martha’s Vineyard, en Massachussets, para convertirlos en manifiesto político y, en el mismo golpe, demostrar una mano dura y resolutiva para atender el problema. Tal como lo hizo el gobernador, y aspirante a reelección en Florida, Ron De Santis.

Acciones de política exterior que se contraen con la doméstica son un recurso habitual (Pelosi en Taiwán), como táctica para ganarse atención y unos puntos arriba en las encuestas. En estas elecciones, queda claro, el caso de la migración venezolana está jugando un papel destacado, y el costo en daño a vidas migrantes es irrelevante si el efecto político tiene eficacia.

Pero, como también es demostrable, todos estos subtemas dentro del espectro del exacerbamiento de las «guerras culturales» (que tienen una base real en la población) apenas son un acicate para otros intereses.

Todo análisis más o menos sobrio que sigue la realidad electoral apunta a que el principal tema, que atraviesa estados, identidades políticas y geográficas de forma generalizada son los temas relativos al bolsillo (pocketbook issues): salario, estabilidad económica y, sobre todo, la amenaza de una recesión económica en el horizonte.

Visto así, toda magnificación que reproduce ribetes ideológicos fuera de elementos materiales específicos es, precisamente, mecanismos de distracción de lo que en realidad mantiene a la gente en vilo.

El descomunal aparato de showbusiness electorero, aparte de ser en sí mismo un mamotrético mecanismo de economía circular es todo menos la oportunidad en la vida de elegir a quienes atiendan las necesidades y urgencias de una población bastante golpeada por las distintas crisis sucesorias.

Y lo que se haga y deje de hacer respecto a Venezuela (en especial sobre su cuestión migratoria en los Estados Unidos), cobrará en estas últimas semanas un acento especial, en unas elecciones donde más allá del ruido se espera que sean los Republicanos quienes ganen en la mayoría de los frentes, a pesar de que la maniobra de De Santis no tuvo el impacto deseado con, precisamente, el voto venezolano del sur de la Florida.

2. Lo pragmático y lo urgente

Para la administración Biden no todo es lo electoral, así no deje de ser una urgencia para los Demócratas en el gobierno que controlan ambas cámaras legislativas y la rama del ejecutivo. A pesar de la etiqueta de las «elecciones más importantes del universo» difícilmente lo que se haga en estas últimas semanas logre cambiar el foco de atención del electorado, porque el foco se mantendrá sobre los temas económicos y el resultado es de suyo predecible.

Así que en ese cálculo práctico el asunto va más allá de las elecciones del 8 de noviembre y en esos términos son las presidenciales las que marcan la pauta, y el precio del combustible es uno de los principales para asegurar, así se pierda territorio ahora en noviembre, la posibilidad de una continuidad en la Casa Blanca.

Es aquí donde vuelven a aparecer los diálogos con Venezuela y sus variables con más ahínco.

El 7 de marzo, el presidente Nicolás Maduro en acto público anuncia que se dio una reunión entre su gobierno y una comisión de alto nivel enviada por la Casa Blanca. El mismo día, en rueda de prensa, la para entonces portavoz del ejecutivo en Washington, Jen Psaki, lo confirma.

Psaki admite que la reunión abordó el tema energético, pero fue más enfática en matizar que su propósito se centraba en asegurar «el bienestar» de los ciudadanos estadounidenses detenidos en Venezuela. Enfatiza que fueron «una gama de temas» y que se desplazan «por distintos canales». Tras esa visita, sin duda como muestra de buena fe, fueron liberados Gustavo Cárdenas y Jorge Alberto Fernández.

El 10 del mismo mes, en otra ronda con los medios, enfatiza los dos puntos antes mencionados, recomendándole a los periodistas no enfocarse en las conversaciones, con tantos temas sobre la palestra. Actúen normal.

En mayo se manifiestan otras señales. Se hace público que existieron nuevos contactos de alto nivel, también con la oposición. Donde ya se prefigura un alivio incipiente al régimen de medidas coercitivas unilaterales. AFP le otorga un (consolador) papel a Guaidó en esta solicitud, pero ningún otro medio lo confirma.

En ese marco, el 17 de mayo, aparece en redes en simultáneo Jorge Rodríguez y Gerardo Blyde anunciando la retoma del diálogo político. El Washington Post afirma que el propósito central de la visita es alentar el diálogo, congelado desde octubre de 2021.

Pero deja colar, sin querer queriendo, otro dato: la administración Biden trata de sacarle ventaja a «una ventana de oportunidad que se cierra» en la región de cara a las elecciones de medio término de noviembre, anticipándose tanto a una posible victoria de los republicanos como al viraje político en la región hacia la izquierda (casos Colombia y Brasil) dejando con «menos aliados» a Estados Unidos en el hemisferio.

En junio ocurren dos movimientos públicos. El 9 de junio se les autorizan a las petroleras ENI (Italia) y Repsol (España) retomar un mínimo los compromisos operativos. Las exportaciones serán empleadas en la reducción de deuda de Venezuela con ambas.

El segundo movimiento, más sensible, ocurre a finales de mes, el 28, cuando Caracas recibe a James Story, embajador virtual desde Bogotá y pésimo streamer, y Ben Carstens, enviado de la Casa Blanca para asuntos de rehenes, haciendo seguimiento al «bienestar» de los detenidos. El Departamento de Estado jura por su madre que nada de esto tiene que ver con petróleo.

Es un hecho establecido que Carstens, Story y el funcionario de alto nivel del Consejo de Seguridad Nacional Juan González, han encabezado las delegaciones desde marzo.

Para septiembre, entre el 15 y 16, Brian Nichols, secretario de Estado adjunto y el diplomático de más alto nivel del Departamento en consecuencia, vocifera ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado que la paciencia de Washington «no es infinita», y que las sanciones pueden volver.

Al día siguiente se publica el tendencioso informe de la Misión Independiente de Verificación de la ONU (una para-comisión sin competencias) enfatizando «la crisis» en todas sus dimensiones, según el gusto del «occidente colectivo», engabanando la laguna, que no es más que la forma llanera de decir que se enturbian las aguas y se enreda la situación, respaldada abiertamente también por el mismo Nichols.

En septiembre no hubo zanahoria para Venezuela, solo garrote.

Comenzando octubre se ejecuta el canje de detenidos entre Caracas y Washington, sorprendiendo a muchos, toda vez que se oficializa el reinicio progresivo de operaciones de Chevron en Venezuela.

El Wall Street Journal (WSJ) apunta que también se liberarán recursos financieros retenidos en bancos estadounidenses para la importación de alimentos, medicinas, además de equipos para mantenimiento del sistema eléctrico y bombeo de agua.

Alí Moshiri, exgerente de alto nivel de Chevron que supervisó operaciones en Venezuela, dijo que de los 450 mil barriles diarios que hoy en día exporta, la cifra en pocos meses pudiera doblarse y en un plazo de dos años alcanzar los 1.5 millones.

Pero todos los consultados para la nota admiten que mucho peso tienen esos movimientos, y por mampuesto lo enfocado en canjes y diálogos políticos, tienen que ver con la presión que impone el aumento de los precios en la energía, las restricciones de suministro en el mercado global, y que el relajamiento «permitiría que múltiples recursos nos ayudarían a disminuir los precios de la energía». Y donde habla el dinero, no hablan tan fuerte los derechos humanos.

Respecto al régimen de sanciones ilegales de los Estados Unidos y sus atenuaciones, la palabra clave en todo este transcurso, empleada por varios voceros, ha sido «recalibrar». El último fue el propio Antony Blinken el pasado 12 de octubre, condicionando al «progreso» en el diálogo político y los «pasos constructivos del régimen».

Pero la urgencia de avanzar con mayor velocidad es innegable. Aún más de cara a la posible decisión de la OPEP+ de instaurar un nuevo tope a su producción, promovido por Rusia y respaldado por Arabia Saudita. Algo que entre otras cosas responde al intento del G7 de fijar el precio de adquisición de petróleo.

«A diferencia de la historia energética pasada, Estados Unidos no tiene ni un aliado dentro del grupo de la OPEP+», escribió el 11 de octubre el avezado escritor y diplomático indio M.K. Bhadrakumar.

Esta secuencia, vista en conjunto, confirma que los intercambios entre el gobierno del presidente Maduro y la administración Biden han sido mucho más dinámicos. El ritmo expectorado se explica, cómo no, por el contraste que en estas situaciones se establece en el contrapunto de información abierta y cerrada.

Y, en este último, la falta de filtraciones, sobre todo del lado gringo, habla tal vez de la seriedad de cumplir, pero más aún de la urgencia geopolítica.

Pero algo más también parece destilarse: más allá del valor político de los elementos de «primer plano» como el intercambio de detenidos, la necesidad aparente de elecciones y diálogo político en sí mismos, queda mejor sugerido que esos dos son coberturas políticas del problema cuasi existencial que en sí aqueja a los Estados Unidos, puesto que Venezuela, que sin duda se beneficiaría, paradójicamente está en mejores condiciones de esperar y jugar con los tiempos y ritmos políticos.

Los matices recurrentes en este arqueo, comenzando por Psaki y terminando en Blinken, con el beneficio de la retrospectiva, se ven más endebles. Como se pudo ver, más allá de la situación venezolana, aquí operan la urgencia energética y las propias elecciones de medio término en ese sentido. Se trata de Estados Unidos, no de Venezuela.

3. Reordenando el panorama con lo que se tiene: acompáñenme a ver esta triste hipótesis

Así como en Venezuela se atestigua un in crescendo en los ritmos en materia de modificaciones y ajustes, también pudiera verse algo similar en la región, sin que esto signifique que algunos leit motivs no persistan.

Durante todo 2021, e incluso parte de 2022, ha sido bastante errática la aproximación hemisférica de Estados Unidos en la región, donde no por eso puedan excluirse señales notables. Como telón de fondo, pareciera que de nuevo lo práctico (¿pragmático?) en términos políticos pareciera prevalecer sobre la urgencia de afirmar los elementos excepcionalistas, favoreciendo los supervivenciales, para la administración Biden.

La primera parada la tenemos con la suerte de purga aparente de algunos funcionarios y/o paladines proconsulares de la era Trump, en un momento en que tantos de ellos (Iván Duque, ¿Jair Bolsonaro?) o se enfilaron o parecen enfilarse rumbo a la puerta de salida, reduciendo aún más la lista de incondicionales, bastante ensuciados y per-meados por sus vínculos con la administración Trump.

Particularmente dos de ellos. El primero es el exdirector senior del Consejo de Seguridad Nacional, exasesor del Departamento del Tesoro (particularmente en materia de «sanciones») y recién defenestrado del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y maiamero estructural, Mauricio Claver-Carone.

Despedido por la junta de gobernadores del BID a finales de septiembre, se le acusa a Claver-Carone de haber tenido una privilegiada relación extramarital con una subalterna, decidiendo aumentarle el salario en un 45% a su staffer sentimental, según demuestra una investigación de la comisión ética del banco que, según Reuters, comenzó en abril, dejándolo por fuera, como guayabera Alpha-66 de Little Havana.

El otro que está siendo investigado por una situación más o menos similar es, nada más y nada menos, que Luis Almagro, secretario general de la OEA y de largo el político multilateral más activista de todas las causas anti-americanas de los últimos tiempos.

A pesar de que al cierre de estas líneas (14 de octubre), Almagro no ha sido destituido de su cargo, en este caso una exclusiva de AP (firmada por el siempre «diligente» Joshua Goodman) publicada el 7 de octubre, expone un detallado «secreto a voces» que ya venía tiempo exponiéndose y madurando en los pasillos de la sede en Washington.

El affair entre Almagro y la diplomática mexicana Marian Vidaurri, quien ostentaba en su perfil de LinkedIn el ser «asesora principal» de la oficina del secretario general no solo ha sido confirmado como un «romance duradero y un secreto abierto por algunos de sus 600 empleados».

Sino por el propio libro de memorias de Almagro publicado en 2020 y corroborado, además, por fotografías que la periodista Anya Parampil publicó en el portal The Grayzone, donde la proximidad acaramelada es registrada en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, y en un vuelo, en una gira del secretario general en 2019.

Para mayor solaz de quienes quieren ver caer a Almagro, las revelaciones se hicieron en la muy inconsecuente asamblea general de la OEA en Lima, el 7 de octubre.

Difícilmente estas dos «revelaciones» de romances laborales y tráfico de influencia sentimentales sean una práctica aislada de ambos, sino que más bien obedecen a una decisión consciente de «filtrar», a través de agencias de alta circulación, sus casos. Algo que corresponde, más bien, a una decisión de política sucia para deshacerse de dos soldados de Trump remanentes en el sistema panamericano. Una purga con schadenfreude.

Pero esto debe ponerse a contrapuntear con la reciente gira de Tony Blinken a inicios de este mes de octubre por Suramérica, limitándose a tocar tres países con perfiles progresistas todos en la ribera del Pacífico en el continente: Chile, Colombia y Perú.

La exclusión de Brasil parece explicarse por sí sola dado el contexto electoral, pero sin duda con un Lula en Planalto hubiese sido una parada obligada, y más por la «sintonía» progresistoide que por el reconocimiento del peso específico del país subcontinental en la región.

De cualquier forma, un acopio de las tres visitas, Colombia el 3 y 4 de octubre, Chile el 5 y Perú el 6 y 7, con cierre en la asamblea de la OEA, establecen un lenguaje ideológico particular. Una gira más convencional hubiese incorporado a países más tradicionalmente en la órbita como Paraguay, pero el interés era dentro del «eje progresista» y la fachada del Pacífico (Estados Unidos sabe que su mejor aliado en la región es el flatulento presidente chileno).

Y a pesar de que en los tres casos existieron variaciones sobre los temas de interés, como chequear la disposición del nuevo gobierno colombiano, visita por mampuesto a Lima siendo anfitrión de la OEA y Chile por las afinidades comerciales (el turbo-ALCA bilateral en marcha desde los tiempos de Bachelet) el tema común en los tres fueron la migración venezolana y los derechos humanos.

Superficial e insípida, como el propio Blinken, es ese tema de fondo el que brilla en ese primer movimiento de aparente activación del nuevo acercamiento hemisférico de los Estados Unidos, una vez más pareciera hacerse inocultable detrás del confetti discursivo que el tema de fondo es, y sigue siendo, Venezuela.

4. ¿El retorno del Smart Power?

Hasta ahora, este pase de revista pareciera ir dejando mejor sugerido que Washington pone orden en su aproximación a la región. El mismo apremio de la situación global lo llevó a despertar del extraño estado de duermevela en el que se encontraba respecto a los puntos álgidos de América Latina.

En toda la región, incluyendo Centroamérica y el Caribe, el esquema de interacción todavía seguía marcado por la impronta y los métodos (algo naturalmente vencidos) de la administración Trump, con su actuación frontal, gangsteril y de lógica primitiva de patio trasero.

Uno a uno, se han ido estableciendo no tan sonoras reformas pero que al asociar los puntos hablan de ese «recalibrar» y despeje de obstáculos del pasado. Bajo esa luz, el rapprochement con el presunto eje progresista (con la excepción de la desdichada Argentina) pareciera barrer y dejar debajo de la alfombra cualquier vestigio del Grupo de Lima.

Pareciera, también, que un cómputo distinto se está estableciendo en el juego en tándem entre las necesidades hemisféricas y la política doméstica, de ahí que gradualmente vayan quedando fuera de la foto actores ya estilísticamente agotados como Almagro o Claver Carone. Pero esto último asoma una incógnita sonora: ¿será Juan Guaidó el próximo en desaparecer?

En 2012, hace diez años y cuando se encontraba en su punto máximo de gloria, Hillary Clinton, para ese momento secretaria de Estado de la administración Obama, publicó un artículo en The New Stateman bajo el título «El arte del smart power«, donde repasaba los retos del momento y su manera de abordarlos.

Afirmaba la Clinton que «la nueva geometría del poder global está pasando a estar más distribuida y ser más difusa incluso cuando los retos que enfrentamos se hacen más complejos y transversales». Lo que significaba que «construir coaliciones de acción común» también se están volviendo «más complicados y más cruciales».

Para ello delineaba el tipo de relación a varias bandas, con variables a favor, pero también adversas en su relación con China como ejemplo de que, a pesar de tanto cambio, se mantenían dos constantes. En un mundo más «interconectado e interdependiente» se hacía necesario un orden internacional más «abierto, justo y sostenible» para promover la «paz global y la prosperidad».

Y el segundo, «que ese orden depende del liderazgo económico, militar y diplomático» de los Estados Unidos, que lo ha «respaldado y asegurado por décadas». Dentro de esta nueva complejidad, «ya no es suficiente ser fuerte. Los grandes poderes también tienen que ser hábiles y persuasivos».

Bajo esa mirada en apariencia multidimensional donde se multiplican rizomáticamente garrotes y zanahorias, es poco espacio el que le queda al tropezón histórico y el interinato que representa Juan Guaidó, la criatura menos persuasiva de la historia del continente.

El imperio, a pesar de la deriva demencial y senil de Biden, se ha hecho interseccional. Y lo interseccional, en términos de gobernabilidad se difumina con la lógica corporativa del momento, el principio ESG, por environmental (ambiental), social y governance (gobernabilidad), y con su prima hermana conceptual el DEI: diversity, equity, inclusion.

Visto así, es más digerible Boric que Piñera, Lula que Bolsonaro. Es, en consecuencia, más rentable canalizar los esfuerzos de cambio de régimen en Venezuela, bajo ese paraguas tópico, por la senda de la alternativa electoral, donde la orden ya fue dada (y donde importan son los mecanismos de traspatio).

Y dentro de esta dinámica, a pesar de verse obligado a ceder terreno en materia de sanciones (¿qué son unas cuantas concesiones cuando la OFAC a nivel planetario pasó de 912 a 9 mil 421 entidades sancionadas en 20 años?) pero asegurando un plan alejado de las torpezas unilateralistas de Pompeo y Bolton.

Además de que con esa simple variación creen que recubrirla de un empaque verde, trans y lleno de culpa blanca es suficiente para aplacar las ansiedades de una juventud más desvariada y estúpida, cuyos movimientos sociales, conscientes o no, operan como aliados de la turbo-oligarquía emergente.

Al arte de gestionar complejidades de doña Hillary lo acompañó la destrucción total de Libia. Van de la mano. Una de ellas apenas es un barniz.

De todos los expedientes activos y arrastrados desde la última aventura de cambio de régimen de Venezuela, el último que todavía queda con cierto grado de exigencia de reorganización es el migratorio, y ya estamos viendo cómo de la burbuja narrativa pero no por eso menos infernal del paso por el Darién ahora vamos hacia una política de patrocinadores, aunque todavía no esté completo el cuadro, y ya estamos viendo cómo atienden el excedente que intenta cruzar a pie por los estados fronterizos de la muralla imperial.

Agreguémosle a esto que los mecanismos de diálogo y participación electoral no son de suyos elementos planos, sino presentes envenenados, como en algunos casos, como el de las movilizaciones contra la Onapre (una vez cribada la verdadera clase trabajadora que se movió y dejadas en su hueso las estructuras oenegeras reforzadas).

El esfuerzo se concentrará, de nuevo, en las estructuras de la sociedad civil como vía para canalizar el outsider necesario, con una nueva estrategia en el mensaje que pretende apoyarse en la derrota electoral de Barinas como base política y moral.

Estamos presenciando el retorno al centro de la acción de la aproximación indirecta. Una vez que quede claro que la actualización imperial en la región, con su reflejo interno en las próximas elecciones (pan para el circo) sea superado, en el cual la misma política de intervención y cambio de régimen continúe, más ahora, que la multipolaridad acecha.

Sobre el autor

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Diego Sequera

Diego Sequera es licenciado en Letras, periodista, traductor y analista político. Co-fundador del grupo de investigación Misión Verdad donde actualmente es investigador y columnista, colaborador de The Grayzone. Ha realizado trabajos en el ámbito editorial, del cine documental y de crítica cultural.

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